Cómo hacer universal una historia muy venezolana sin caer en criollismos

Con la novela La vida alegre, celebrada por Sergio Ramírez y Rubén Blades, el periodista, profesor y narrador venezolano Daniel Centeno Maldonado montó un homenaje a la música popular en un escenario sin lágrimas

"Me valgo de la literatura al hacer periodismo, y uso trucos periodísticos en la ficción"

Foto: © FIL/Bernardo De Niz

Poli es un mesonero en el aeropuerto de Maiquetía, pero otra pudo ser vida si no hubiese abandonado la banda de rock que se hizo famosa con él, y con las canciones que compuso. Dalio canta boleros en una pollera, pero no deja de pensar en la carrera internacional que dejó atrás, cuando el continente lo conocía como el Ruiseñor de las Américas. Uno es joven, otro viejo, ambos tienen cuentas pendientes con la vida, y se encontrarán para tratar de saldarlas en equipo. El choque de los mundos de ambos es el eje de La vida alegre (Alfaguara, 2020), de Daniel Centeno Maldonado, y contempla vírgenes entrometidas, gallos heroicos, aeromozas pasadas de peso, madres insoportables, hijos zánganos, taguaras atestadas e iglesias con bajo quórum. Pero esto no es Gallegos ni Armas Alfonzo: al recorrer ese universo deliberadamente absurdo e inevitablemente gracioso que se extiende desde el oeste de Caracas al centro de Carúpano, el lector pensará más en John Kennedy Toole, en Tom Sharpe o en el Gran Combo de Puerto Rico cantando “La eliminación de los feos”.

La primera novela que publica Daniel Centeno Maldonado —quien hoy enseña cine y literatura en la Universidad de Houston luego de varios años como docente en El Paso, también en Texas— viene después de su tiempo como editor y como autor de dos volúmenes de perfiles y entrevistas, Retratos hablados (2010) y Ogros ejemplares (2015), y de los ensayos Postmodernidad en el cine (1999) y Periodismo a ras del Boom (2007). La vida alegre tuvo que esperar su momento: una anterior agente literaria de Daniel le dijo que le había gustado esa novela pero que no era lo que las editoriales estaban pidiendo. “Aprovechó para preguntarme si no tenía una narconovela, ya que yo entonces todavía vivía en El Paso. Y quizá termine escribiendo una, pero como una crítica a la narconovela”. Pero luego el prestigioso editor mexicano Ramón Córdoba apostó por el libro; su fallecimiento repentino a mediados de 2019 puso al proyecto de lado, luego vino la pandemia, y finalmente salió al mercado en los últimos meses de 2020. Y ahora hay gente como Sergio Ramírez y Rubén Blades recoméndandola por ahí

Cuéntame la historia de esta novela, que escribiste entre Madrid y El Paso. Asumo que lleva años gestándose, ¿cierto?

Una vez me topé, de pura casualidad, con El inquieto anacobero, confesiones de Daniel Santos a Héctor Mujica. Tenía que gustarme ese libro, claro, por mi afición a la cultura popular y porque siempre me gustó mucho Daniel Santos. Y el primer capítulo de mi novela, que entre otras cosas es un homenaje a Mujica, está inspirado en un cuento que echa Santos en ese libro. En efecto la empecé a escribir en Madrid, luego me fui a Venezuela, y durante esos años releía lo que tenía. La terminé en El Paso. Lo que más tardó fue el engavetamiento, la poda, no la escritura. La gaveta fue providencial porque a todo lo que escribo le meto gaveta de años, menos a lo periodístico. Y estuvo muy bien haberlo hecho con este libro porque la primera versión, más larga, no estaba bien lograda.

Estás operando en un registro satírico que no es demasiado común en la narrativa venezolana, pese a que somos o éramos gente con tanto sentido del humor. ¿Cómo decidiste irte por ese camino? ¿Era tu idea desde el principio?

Yo había escrito una novela antes, que no se ha publicado, que escribí en dos años en Madrid. No tenía nada que ver, era una novela realmente muy pagada de sí misma: me inventaba un país, todo era muy grave, muy impostado, el punto de vista del narrador variaba, me apropiaba estilos de otros escritores… esa especie de Ulises resultó un disparate gigantesco. Cuando la exhumé me dio de todo, y una de las cosas que me dio era sentir “yo no soy novelista”, “esto no vale para un carajo”. Cuando leí El inquieto anacobero y vino a mi mente el personaje de Dalio se me ocurrió hacer algo distinto, una novela lineal, omnisciente, con dos personajes principales, y humorístico, fácil de leer, lo que fue más complicado.

Hay gente que me ha dicho que se la leyó en una tarde, como si eso fuera un defecto, y para mí es una maravilla.

Fue escrita pensando en que no podía pintar el Guernica sin aprender primero el figurativo, y el registro satírico fue lo que me ayudó a encontrar mi voz. Esta es una novela clásica, de las que leía uno. El Quijote es la cuna de la literatura y es humorística. Y es humorística La conjura de los necios. Me han dicho lectores internacionales y venezolanos que les ha llamado la atención que, a diferencia de otros libros de la diáspora, este no va en plan de este país se jodió, nos robaron, qué cagada. Yo planteaba otra literatura, en la que suceden otras cosas. El país está de fondo, y está jodido, pero no quería lo de andar victimizándose. Pero ojo, yo respeto mucho lo que hacen esas otras novelas y admiro mucho lo que hizo Rodrigo Blanco en The Night, me parece fenomenal.

Tú tienes mucho tiempo haciendo periodismo cultural, editando periodismo cultural, enseñando periodismo cultural, o al menos trabajando desde esa óptica en lo que vienes haciendo desde hace varios años. ¿Cómo caminaste sobre esa cornisa entre periodismo y ficción, cómo estableciste esa negociación en tu toma de decisiones creativas, ante el teclado, entre lo que haría un periodista y lo que haría un novelista?

Estudié periodismo porque en especial no quería ser médico ni lo que mi papá quería, temiendo por mi futuro monetario. Me fui por el periodismo cultural porque siempre me gustó leer y escribir y algo me decía que, quién sabe, alguna vez sería escritor. Muchos de mis libros son de hecho formas de acercarme a lo que quería hacer, preguntándoselo a los protagonistas, y siempre me interesó esa gente que pasó del periodismo a la literatura, ver que sí se podía hacer.

Siempre quise romper esa vaina de que si no eres periodista no puedes escribir porque tienes que estudiar Letras.

En mi tesis doctoral demostré de hecho que muchos autores del Boom venían del periodismo o lo ejercían de vez en cuando incluso siendo consagrados. Me interesa muchísimo la relación entre periodismo y literatura. Me valgo de la literatura al hacer periodismo, y uso trucos periodísticos en la ficción. Lo hago porque he estudiado a mucha gente que lo hace, como Marcel Schwob, García Márquez, Tomás Eloy Martínez. En Venezuela no era considerado un escritor por el comisariato cultural de allá. Me alegra mucho ahora tener tantos lectores, en Venezuela y fuera, al publicar algo que junta las dos cosas.

¿Has pensado cómo ese trabajo periodístico, tus entrevistas por ejemplo, te prepararon para este proyecto? Me pregunto si uno de los mayores logros de tu novela, reproducir la oralidad venezolana, le debe a tu experiencia como entrevistador.

Sin duda que el periodismo me ayudó. El periodismo te lleva a conocer gente que no conocerías de otra manera. Como además soy de Oriente, y mi familia es muy pintoresca, llamar a mi casa en Puerto La Cruz es como entrar a un sketch de Radio Rochela, y siempre me interesó cómo hablamos. Cuando llegué a Caracas a estudiar los caraqueños me resaltaban mi acento. En esta novela quise siempre defender mi venezolano oriental pero también que me entendiera un español, un mexicano, un argentino. Y de hecho el libro está editado en México. 

La vida alegre es una novela que cualquier iberoamericano puede comprender y apreciar, creo, pero también es muy venezolana. ¿Cómo ayudó, o dificultó, escribir una historia tan ligada a los personajes y los lugares en que ocurre, entre Caracas y Carúpano, desde la diáspora? 

La literatura clásica es la mayor referencia porque uno la decodifica desde su parte del mundo. A mí me voló la cabeza Pedro Páramo, por el lenguaje de la época de la guerra cristera, pero lo entendías perfectamente, y más si lo traducías a un campesino venezolano. Lo mismo pasa con García Márquez y hasta cierto punto con Roberto Arlt. Hacer de lo singular, de lo particular, algo universal es posible sin caer en criollismos y sin darle concesiones a la editorial.

Una arepa se llama arepa, no le voy a poner gordita para que los mexicanos entiendan, porque en una novela mexicana dicen que se comió una flauta y si uno no sabe qué es eso pues lo busca.

Tampoco quise pasarme la raya; hay que buscar ciertas universalidades que se usan en nuestra lengua y en otras partes. Tuve una discusión muy amigable con los editores de Alfaguara, que se portaban de maravilla, y me preguntaban por qué a un Volkswagen lo llamaba “escarabajo” cuando ellos le dicen “vocho”, y les dije que Dalio nunca diría “vocho”, que no es difícil darse cuenta de que eso es un escarabajo. Sé que tengo varios lectores venezolanos pero lo que más me sorprende es que me lean personas de otra cultura. En los clubes de lectura en México ha sido una sorpresa y las palabras de Sergio Ramírez y Ana García Bergua me han dicho que no estaba tan descaminado.

¿Tú crees en la literatura con nacionalidad o te parece una etiqueta sin sentido? Me refiero a si consideras que esto es una novela venezolana, parte de la literatura venezolana, o no. ¿Es algo relevante para ti, algo en lo que piensas?

Lo de las etiquetas es complicado, y en la academia se usan para todo. Esta novela es venezolana porque yo lo soy y porque ocurre en Venezuela, pero el hecho de que se entienda en todas partes probablemente la hace una novela iberoamericana, para no decir universal. Sí es cierto que cuando la escribí lo hice instigado por la nostalgia, como decía Carpentier, pero las maneras de ser de mis personajes no difieren de nada de otras culturas. Los mexicanos lo ven mucho entre ellos, porque nos une a algo a todos, y todos vimos películas mexicanas. El rey del barrio de Tin Tan podría vivir en el ecosistema de La vida alegre, y también los personajes de Maestra Vida de Rubén Blades. En el fondo todos somos morochos.

Dijiste por ahí que esta novela también es un homenaje a tu padre, a lo que te hizo leer, a lo que leía contigo. ¿Es válido pensar que el mundo del rockero Poli, que es mucho el nuestro, sirve para conectar con el mundo de nuestros padres, que en tu novela son Dalio, Honorio, Micaela?

Mucha de la novela es un homenaje a papá, que siempre quiso que yo escribiera, y le producía orgullo que uno de sus hijos le saliera lector, que le parara bola a la biblioteca que nos puso en la casa. Luego apareció ante los lectores que hay mucho ahí de la relación de padre e hijo, que yo no me había dado cuenta. Claro que mi papá no es un pícaro como Dalio, pero hay algo de papá en él. El lector ideal era mi papá, pero ya no la puede disfrutar porque su memoria se llenó.