Una especie de prisión por retornar desde Brasil

Si no te queda otra que regresar a Venezuela por tierra, esto es lo que debes esperar: compartir baño y cuarto con desconocidos, pasar por muchas pruebas misteriosas, y aprender a sobrevivir casi como en una cárcel

Apenas cruzas la frontera, los médicos cubanos te toman la sangre y te clasifican entre positivo o negativo. Eso decide tu ruta

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Mucho antes de que el 27 de junio yo volviera a Venezuela cruzando la frontera con Brasil, venía escuchando noticias terroríficas sobre lo que pasaba en los albergues para los nacionales que retornaban: condiciones inhumanas, gente que clamaba ayuda, venezolanos retenidos arbitrariamente y sometidos a maltrato de los militares… Pero la precariedad económica en que estaba y la situación con el covid-19 en el país donde había pasado dos años y medio, hacían que mi decisión de volver fuera irreversible.

Lo primero que advertí cuando ingresé al territorio venezolano fue que nuestros equipajes no eran revisados por los militares. Uno de mis mayores temores era que, como habitualmente hacen en esos casos, algún soldado decidiera quedarse con alguna de mis pertenencias. Pero solo me pidieron mis datos personales, e información básica sobre el tiempo de estadía en el extranjero, ciudad de procedencia, profesión, si tenía carnet de la patria y cosas por el estilo. 

Luego, un oficial nos dijo que estaríamos 14 días en cuarentena en un hotel en Santa Elena de Uairén, donde recibiríamos “las tres comidas diarias”. Pero primero debíamos caminar unos metros hasta una carpa donde nos debían hacer la prueba rápida para despistar covid-19. Uno de los médicos, con acento cubano, dio una charla general acerca del virus y de la prueba que nos harían. Una vez nos tomaron la muestra de sangre a todos, pasaron unos minutos y empezaron a llamarnos a cada uno, para ordenarnos que nos uniéramos a una fila a la derecha o a otra la izquierda. Era obvio que esa era la manera de separar a los positivos de los negativos. Para mi fortuna, yo estaba del lado de los casos negativos; otros cinco dieron positivo. Los que salimos airosos de este primer susto —ya vendrían otros más— abordamos el autobús hacia el hotel donde haríamos la cuarentena. 

Hotel Reguetón, Santa Elena

Cuando llegamos al hotel fuimos recibidos por un grupo con aspecto y actitud amenazantes. La sensación que tuve fue la de haber llegado a un recinto penitenciario y que aquellas personas eran los presos veteranos, que nos miraban con curiosidad. Fumaban o miraban sus celulares mientras se burlaban de algún compañero o se gritaban improperios entre ellos. Otros gritaban cosas como “bienvenidos a Tocorón” o “ahí llegó el tuyo”. Sentí miedo sobre la posibilidad de compartir habitación con alguno de ellos: parecía que la cuarentena iba a ser una guerra por mi sobrevivencia física y psicológica. 

El hotel estaba a cargo de un sargento y lo ayudaba un miliciano quien nos informó que había suficientes habitaciones desocupadas como para no tener que compartir con los antiguos confinados. El sargento nos dio una charla de bienvenida y cada uno se acomodó en su cuarto. 

Como llegamos después de la hora en que se reparte la cena, había que esperar al día siguiente para recibir algo de comida. Sin embargo “la mala suerte” fue compensada con la noticia de que al otro día el grupo de los antiguos confinados dejaría el hotel rumbo a Puerto Ordaz, pues ya habían cumplido los días de cuarentena establecidos. Esa mañana, cuando el antiguo grupo ya había abordado el bus para su traslado, el sargento al mando corroboró lo que habíamos sospechado la noche anterior, al decirnos en voz alta “esos son puros delincuentes”. 

Ya con un ambiente más sosegado, junto con los otros dos señores con quienes compartía habitación, decidimos aceptar la propuesta del miliciano de mudarnos de cuarto. Habían quedado varios desocupados y al parecer había uno que tenía aire acondicionado. En nuestra nueva morada encontramos colillas, bombillos que no servían y un lavamanos quebrado debajo de una de las camas, cuyo colchón curvilíneo ponía a prueba la columna de cualquiera. Decidimos limpiar todo aquello para mudarnos, pero fue en vano: el aire acondicionado lo menos que hacía era esparcir aire frío.  

La alimentación en el hotel se limitaba a una pequeña arepa con pequeños pedazos de salchicha en el desayuno, arroz con una fina rodaja de mortadela en el almuerzo, y “torrejas” con salchicha o mortadela, dependiendo del día, para la cena. Era obvio que semejante menú no saciaba el hambre de ninguno de los que estábamos confinados, por lo que había que optar por otras opciones para complementar la comida que allí recibimos. Era posible entonces que a través del miliciano se mandara a comprar queso, pan, refresco: todo en reales brasileros o dólares y con precios a merced de “la buena voluntad” del miliciano: ninguno de nosotros sabía cuáles eran los precios reales que se manejaban en la ciudad. 

Con el agua para beber ocurría algo similar: frente a la puerta del cuarto del sargento estaba un termo grande, que la mayor parte del tiempo permanecía vacío. Mis compañeros de cuarto y yo recurrimos a “el gordo”, el dueño de un pool que quedaba justo arriba del hotel, que podía también comprar cualquier cosa que necesitáramos. Con él mandamos a comprar un botellón de agua que guardamos en nuestro cuarto y que fue de gran alivio. El “gordo” era además quien nos suministraba la clave de su wifi, a cambio de un monto variable en moneda brasileña.

Los días pasaban y nuevos grupos llegaban. El ambiente hasta ese momento había sido tranquilo hasta que el hotel se abarrotó. Varios de los nuevos traían pequeñas pero potentes cornetas al máximo volumen. Bajo la mirada complaciente de los militares que nos custodiaban, aquello se convirtió, durante el día y parte de la noche, en un escándalo que hacía recordar las famosas guerras de minitecas. Vallenato y reguetón pasaban a ser el fondo musical de nuestros días allí. 

Era obvio que allí no había distanciamiento social. Se especulaba que en las noches algunos visitaban otros cuartos.

Yo solo me dedicaba a observar la conducta de mis compañeros como viva representación de una sociedad disfuncional acostumbrada a la falta de orden, a la violencia y a la trampa. Había una mujer de unos 35 años, a la que llamaban “la negra”, que desde un principio se dispuso a establecer una relación con el sargento, quién sabe a cambio de qué y a qué precio. Siempre se le veía sentada junto al militar, conversando, riendo y bromeando, hasta que en algún punto ya tenía acceso libre a su cuarto. Sin embargo luego se escucharon los comentarios de que “el sargento se “raspó” a esta, que si el miliciano se “raspó” a aquella, que si aquellos se encerraron en la madrugada, que si el tío dejó a la sobrina sola en el cuarto para que pudiera estar más cómoda con su amigo el vecino.

Tras los barrotes en Puerto Ordaz

El día 13 de nuestro confinamiento nos hicieron otra prueba rápida. Quienes dieran negativo serían trasladados al día siguiente a otro sitio en Puerto Ordaz, mientras que quienes tuvieran resultado positivo, deberían permanecer en la ciudad fronteriza un tiempo más, pero en otro hotel dispuesto solo para “los positivos”. Nuevamente, los médicos que nos hicieron la prueba eran todos cubanos. En ese segundo susto volví a salir ileso. El sargento llamó a cuatro personas de una lista que tenía mientras decía “el resto están negativos”. Sin embargo, y luego de darle una charla a esas cuatro personas, al cabo de unas tres horas el sargento gritó a viva voz una noticia: “todos están negativos”. De manera sorpresiva informó que los “cuatro positivos” les había “re-analizado” las pruebas y según el militar “los nervios les jugó una mala pasada”, lo que hizo que en el primer resultado dieran positivos. Lo cierto es que los cuatro “positivos” pasaron a “negativos” en cuestión de tres horas y se iban con el resto del grupo al día siguiente en la mañana. 

Al llegar a Puerto Ordaz, nos dijeron que estaríamos allí de “tres a cuatro días máximo”, que allí nos darían oficialmente el alta médica. Nos recibió una “doctora” quien era la encargada del lugar donde nos hospedamos. Ella nos dio la bienvenida y nos explicó el protocolo por el cual debíamos pasar para obtener oficialmente nuestra liberación. Ahí, las condiciones eran otras: en un cuarto dormíamos trece personas, el grupo que fue dividido del total que habíamos salido de Santa Elena de Uairén ese día. En otro cuarto se hospedaban las otras personas que ya tenían varios días en el recinto. El único baño era compartido. No había acceso a internet, ni televisión, y como se nos aclaró el día del recibimiento, estaba prohibida cualquier encomienda que algún familiar o conocido pudiera hacer llegar a nuestro lugar de reclusión. La mayoría de los que estábamos allí teníamos chip brasileño para el celular, por lo que no contábamos con una línea telefónica venezolana como para hacer una llamada o enviar mensajes a nuestros familiares. 

Sin internet, sin televisión y sin línea telefónica, no era mucho lo que podíamos hacer en ese espacio. Las rejas que dividían el interior con el exterior del lugar creaba un efecto emocional y psicológico en nosotros: simulaban los barrotes de una celda. Para distraernos y matar el tedio en semejante situación hacíamos las más curiosas actividades. Una de ellas era contar las mujeres embarazadas que veíamos bajar tras las rejas hacia el hospital que quedaba a escasos metros de nuestra cárcel. Un día un compañero y yo llegamos a contar unas 26, muchas de ellas solas, otras acompañadas de algún familiar y muy pocas se les veía con alguna pareja que fuera el posible padre de la criatura. Otros optaban por gritarles cosas poco decorosas a las mujeres que veían pasar. 

En los días siguientes el proceso avanzó rápido y nos “bajaban” hacia una fundación que quedaba a pocos metros de donde estábamos. Allí nos hicieron unas entrevistas. La información era la misma de siempre: datos personales, fechas de entrada al país y de las pruebas rápidas del virus, información que ya habíamos repetido una y otra vez desde que llegamos a Santa Elena de Uairén. Esto ya significaba un avance, pero faltaba el último paso: la entrevista con la epidemióloga que era la única autorizada para darnos el alta médica y la libertad. 

La información que recibimos de “la doctora” encargada de nuestro albergue era que la “epidermióloga” (así lo pronunciaba “la doctora”) estaba enferma. Luego de dos días de espera, el gran momento llegó. Al llegar al lugar, nos enteramos que no sería solo una entrevista, sino que nuevamente (y por tercera vez) nos harían una prueba rápida para determinar si teníamos o no el virus. Luego de que nos hicieron la prueba nos dijeron que los resultados lo darían al día siguiente ya que se había hecho de noche. Para todos los que estábamos ahí eso significaba una noche de angustia ante la espera de no saber el rumbo de nuestros destinos, algo que “la doctora” nos aclaró en aquel momento de regreso a nuestra cárcel: “quien sale negativo se va, quien dé positivo se queda”. 

¿Por cuánto tiempo más? ¿Un mes? Todo aquello resultaba en un desgaste emocional y psicológico ya que no veíamos necesario que se nos hicieran tantas pruebas.

En ocasiones la sensación que teníamos era que el ansiado objetivo de parte de ellos era que diéramos positivo de cualquier forma. Lo menos que teníamos allí era una sensación de protección. 

Al día siguiente fuimos nuevamente a la fundación, donde se nos entregó una carpeta con todo nuestro expediente médico. Ese era nuestro salvoconducto y la constancia de que habíamos hecho la cuarentena obligatoria. Todos mis compañeros y yo dimos negativo en la prueba del día anterior y tuvimos nuestra alta médica. Ahora solo faltaba esperar por los traslados a cada una de las ciudades y los estados de residencia de cada uno. Para los que se dirigían a ciudades del mismo estado Bolívar, Anzoátegui y Monagas el traslado se haría en autobús y era solo cuestión de esperar dos días más para embarcar. En mi caso, que me dirigía hacia el estado Yaracuy, el traslado sería en avión. Según me informaron, esto podría demorar un poco más.  

La libertad es no pisar el suelo

En los próximos días me tocó despedir a casi todos mis compañeros de celda, mientras esperaba noticias de mi viaje. Lo único que “la doctora” nos decía era “tienen que tener paciencia”. De un momento a otro nuestro albergue pasó de tener más de 25 personas a solo las tres que vivíamos en el occidente. Lo positivo de aquello era que nos daban una mayor ración de comida en el almuerzo. En aquel momento, tras casi un mes de confinamiento, muchos habíamos adelgazado entre 6 y 8 kilos, según los registros que nos fueron haciendo.

Durante varios días se escuchaban rumores de un vuelo. Se nos decía que “en cualquier momento podía salir” pero nada que hablaban de fechas. Cuando ya estaba por cumplir dos semanas allí, me di cuenta que debía buscar otra alternativa. Esa alternativa la había ofrecido la misma “doctora” a cargo del recinto. La otra forma de poder salir después de haber recibido el alta médica era que alguien, algún conocido, pasara buscando a uno en un carro, solo no nos dejarían salir a pie del lugar. Una vez fuera, cada quien se hacía responsable de su traslado y de las formas de llegar a su destino. 

Fue en ese momento de angustia e incertidumbre que decidí contactar a un amigo para que me ayudara a salir de allí. Él es militar y vive desde hace muchos años en Puerto Ordaz, pero como su familia aún vive en Yaracuy, viaja con cierta frecuencia a visitarlos. Para mí era jugarme la última y única carta que tenía y que había rehusado usar antes, pues no quería incomodar, además no sabía si él estaba en la ciudad, o en otro estado, y menos aún si estaba en sus planes viajar a visitar a su familia en esos días.

Cuando llamé a mi amigo y solicité su ayuda me dijo que está en la ciudad y que ese mismo fin de semana pensaba viajar a Yaracuy. Sin dudarlo, aceptó rescatarme de aquella situación.

Para mí había sido un acto milagroso difícil de explicar y sólo me quedaba agradecer por lo afortunado que estaba siendo. 

A los dos días mi amigo me fue a buscar, luego de arreglárselas para surtir de gasolina su carro. Al salir tuve una extraña sensación, entre alegría por haber acabado mi encarcelamiento y cautela por ser un “hombre libre” que llevaba más de dos años fuera de un país donde las dificultades evolucionan continuamente. Sentí cierta tristeza también al despedirme de los compañeros que se quedaban allí esperando. 

Lo cierto es que pude, gracias a que mi amigo es militar, llegar a mi estado sin mayores complicaciones a pesar de las restricciones y la cuarentena decretada por el gobierno nacional. Lo que sí será complicado es olvidar esa experiencia carcelaria.