Un día para ensuciarse

Un boleto sin validar en un tren alpino. Un empleado con cara de no creerse una mentira. Un impostor. Un ladrón. Esta es una crónica sobre lo que la emigración puede hacerte vivir, y lo que puedes aprender de ti mismo 

Esta debe haber sido la primera vez en la historia de Grenoble en la que alguien invoca en el área al Ánima de Taguapire, Francisca Duarte

Foto: Composición por Sofía Jaimes Barreto

Nadie está por encima de la ropa sucia

Cynthia Ozick 

 

Cuando desperté, miré por la ventana y recordé que estaba en otro país. 

Me había ido a estudiar a la Universidad de La Savoie en Francia luego de renunciar a mi trabajo en Caracas: ya no quería confirmar la muerte de pájaros carpinteros y la sedimentación de innumerables ríos de peces enormes, para la construcción de un monumento al olvido de catorce mil kilómetros de vías férreas en Venezuela.

Aquel viernes se daba en la ciudad de Grenoble un gran concierto de música tradicional latinoamericana. Desayuné, revisé la bicicleta de mi cuñado, me hice de guantes, casco, boquera, audífonos, y descendí desde lo alto de la montaña de Montmélian, el pueblo donde vivía con mi hermana y su familia. Los Alpes al costado izquierdo seguían durmiendo a esa hora, helados y silenciosos como un animal remoto.

Tenía los brazos sentidos. Ahora los cansancios para mí eran otros; antes venían de limpiar piscinas en Aix-en-Provence, levantar muros de piedra sin pegamento, o hacer cocinas de yeso. Ahora estudiaba y tenía carnet para usar el comedor y dormitorios en residencias estudiantiles. Me quedaba más tiempo para beber. 

El día anterior había hecho un gran esfuerzo en la partida de basket en silla de ruedas que organizábamos todos los jueves para entrenar a Ibrahim, un vecino que había quedado paralítico después de un accidente, y el dolor se me notaba  también en las manos.  

Llegué al parqueadero de la estación de tren, dejé la bici con seguro en el primer puesto y corrí al vagón. Usé el puesto pegado a la ventana y dejé caer sobre el cristal el peso muerto de mi cabeza. Me embarqué directo a la ciudad de Chambéry, donde haría mi parada para comprar el pasaje destino a Grenoble.

A los quince minutos bajé en la estación señalada y compré mi boleto. El tercer tren que hizo entrada en el andén era el mío. Se abrieron las compuertas y entré. No había puestos disponibles, me fui de pie. Cerré los ojos cuando empezaba aquel complaciente rumor de la maquinaria acelerando sobre los durmientes de roble. 

El controlador

Al rato del viaje, entre mis párpados casi abiertos divisé al final del pasillo la figura pequeña de un uniforme azul y una gorra cuadrada que ponía en orden rápidamente todas las cosas del mundo. Entendí que no era un pasajero más, sino el controlador, que lleva su aparato de luz naranja sobre la cintura para verificar que los boletos hubieran sido validados en la máquina correspondiente antes de abordar el tren.

Rastreo entre los bolsillos mi pasaje, solo como una maniobra de auto reconocimiento. Lo veo y soy el primer testigo que comprueba que no está sellado. ¡Coño! Es una palabra que te siembra en la tierra, la sentí con todas sus letras en la boca del estómago. Miré el techo. 

Yo no quería ir detenido. El controlador recorría puesto a puesto, ticket por ticket replicando fielmente cada gesto de su oficio. Un calor sudoroso se me ramificaba por todo el cuerpo.

Un hombre con miedo lejos de su país puede imaginar cualquier cosa. Yo no dominaba la lógica francesa como para ponerme a inventar. Tenía que volver a mí país. Todo ocurriría en pocos minutos. Correr, cruzar vagones, perderme en ese umbral que sale en las películas. Si lograba superar esa prueba superaría cualquiera. Como dicen los chinos, tenía que confiar en lo que venía, así fuera amargo.

La distancia entre el controlador y yo cada vez era más corta. Tranquilo, esto no durará más que una inyección, me dije. Enseguida, mientras intentaba construir un discurso en francés machucado para disculparme por mi acción indebida, me cayó como un rayo la imagen del rostro moreno del sordomudo que colecciona pines y que trabaja como pregonero en el aeropuerto Jacinto Lara de Barquisimeto. ¿Qué locura es esta?, me pregunté. ¿Qué hace este hombre en mis pensamientos, justo en este momento de temblores? Recordé la felicidad que me daba verlo desde que yo era chiquitico, era uno de mis héroes, junto a Luke y Yoda. El hombre lograba hazañas increíbles sin decir una sola palabra, en un oficio donde tu voz determina tu éxito de ventas, su silencio creaba mundos. A ese sordomudo de Barquisimeto lo había visto muchas veces, reconocía sus movimientos, llegaba para socorrerme. Eso creía, por eso le abrí los brazos en mi imaginación.

No había tiempo para distraerse. Dejé de pensar, llegué a una conclusión y detoné un artilugio defensivo de manufactura criolla para librarme de los barrotes y las camas duras. 

Yo no soy un criminal, ustedes entienden eso. 

Cuando llegó mi turno, entregué mi ticket, como si estuviera sellado y yo absolutamente seguro de ello. El controlador, con ojos grandes, me miró y pidió mi sello con las cejas altas. En ese momento hubiera querido hablar con mis propias palabras y decirle que fue un descuido, un olvido. Je suis désolé. Je ne suis pas un voleur. Que yo lo pagaba apenas llegara a mi destino, que en Venezuela a veces nos equivocamos pero intentamos remediar. 

Es más fácil pedir perdón que pedir permiso, pero el controlador no me lo entendería ni programado en el acento de Édith Piaf. El sistema no funciona así. Entonces recurrí al único recurso que me llegaba de lejos: mi rostro se transformó en el de un hombre con una comprometida discapacidad y emití repentinamente esos chillidos ásperos, a través de arcadas, solo posibles para sordomudos. Los emití directo a su nariz de Charles de Gaulle. 

El hombre reaccionó levemente, pero de inmediato se organizó y volvió a su normalidad, porque para eso está formado. Insistió sobre el asunto del sello de mi ticket, como si la magia existiera. Nunca se sabe quién tiene la razón pero sí quién tiene el control. Me tocó esforzarme: moviendo la cabeza hacia los lados, como si me estuvieran poniendo las esposas, proyecté nuevas vibraciones de cuerdas vocales para producir sonidos sordos, que se cargaron de saliva, en una exhibición de rabia y llanto atravesado que le ensuciaron el uniforme. A eso le agregué una pierna desequilibrada que no dejaba de moverse en círculos, cada vez que intentaba tomarme del brazo.    

Aparentemente no funcionó. Solo pude entenderle que tenía que acompañarlo con la policía ferroviaria y que bajaríamos en la siguiente estación. Ánima del Taguapire dame letra para salir de esto, pronuncié por dentro. Yo no quería ir a una cárcel en un país extranjero, mucho menos ser deportado. Yo quería estar dormido y que la realidad se muriera un rato.

De tanto morderme el labio interior, producto de los nervios, lo hice sangrar, y cuando presentí la sal comencé a succionar para producir más sangre y ponerla en evidencia. Hice que se sobresaliera por las comisuras, luego adelanté los rasgos de una posible convulsión, dejando caer mi lengua a lo profundo de mi garganta. Tenía que darlo todo. Después de eso, vi que la luz naranja se apagó, el tren se detuvo, se abrieron las puertas y el controlador bajó. Lo vi alejándose por la ventanilla. Fue así.

Todo mi cuerpo había quedado rígido, acalambrado. Algunas personas quisieron socorrerme pero no las dejé. El personaje que había improvisado me había poseído y no daba muestras de querer salir de este cuerpo. Lo que hice fue caminar lento y respirar para volver en mí, si es que quedaba algo de eso todavía. 

Sé que el controlador me dejó libre por buen actor y no porque haya sido un buen abogado de mi propia causa, ni mucho menos un héroe. 

El ladrón de bicicletas

Llegué al concierto durante la tarde y ahí me encontré con Mario, Virginie y Yineth. No recuerdo ninguna canción, bebimos toda la noche y dormimos en Grenoble. Al día siguiente, de vuelta a casa, hice la misma ruta y fui poniendo cada cosa en su lugar. Todos los paisajes son los mismos, pensé. Esta vez no escuché el material rodante del tren, sino un efecto marino como producido por las rocas abisales del Caribe, que me recordaba las coordenadas geográficas en las que había nacido. Así me tendí, en medio de la resaca, sobre el calor de madre de sus costas tropicales.

Al abrirse la última puerta del tren que me llevó de regreso a Montmélian, tenía nuevamente el alma en el cuerpo, así que no miré a nadie a los ojos para no perder el efecto. 

Llegué al parqueadero. Mi bicicleta no estaba.

Merde”. Otra palabra que te siembra en la tierra. 

Tomé el candado roto en las manos y me vi en el espejo de la ley de conservación de la suciedad, que asegura: “Para que algo se limpie otra cosa debe ensuciarse. 

Al llegar a casa comenté lo sucedido. Mi hermana se puso las manos en la cabeza —para desconcierto de mi sobrina— y Alix, mi cuñado, que recién llegaba del trabajo, me invitó a dar una vuelta en el carro para ver si dábamos con algún sospechoso. En Venezuela yo hubiera llevado una engrapadora, una llave de cruz o un bate para enfrentarme al malhechor, pero esta vez fui desarmado. En un semáforo en rojo, vi pasar mi bicicleta conducida por un joven con el rostro rajado. No parecía tener ánimos de esconderse, sino ganas de pasear y ver las cosas en movimiento.

“Ahí está el choro, Alix, coño. Ahí está, esa es la bici”.

Alix me puso la mano en el pecho y me pidió no salir del auto. Se peinó ante el retrovisor, se arregló la ropa y fue hacia el joven. 

Bon soir. Disculpa, amigo, ¿dónde conseguiste esa bicicleta?” 

“Me la dieron”, contestó. 

Estaba a punto de bajarme cuando se acercó una señora mayor y dijo que se trataba de un interno de un orfanato, que por favor disculpara el inconveniente. Estaba escapado desde hacía algunas noches. El joven se disculpó con Alix y con la señora, y quiso abrir la maleta de carro para ayudarnos a guardar la bicicleta, pero Alix le dijo que no hacía falta, que muchas gracias. 

El joven siguió su camino junto a la señora, cruzaron la calle. Yo me bajé del carro, cogí la bici y empecé a rodar hacia la felicidad, pero sin saber muy bien por dónde, como los borrachos que buscan su casa recordando confusamente que tienen una.