Nacer en cuarentena

La vida es una fuerza que te puede cambiar los planes y convertirte en padre de repente, en un país en emergencia humanitaria al que le cae una pandemia

Ni él ni Diana tenían los entre 1.500 y 2.000 dólares necesarios para pagarse una cesárea

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto a partir de una obra de César Rengifo

Debemos estar dispuestos a renunciar a la vida que habíamos

 planeado para poder vivir la que nos espera

Joseph Campbell

 

Emilio estaba viendo Netflix. En dos semanas, viajaría a República Dominicana, donde lo recibiría un amigo. A los 26 años, todavía vivía con su mamá, en Los Teques. Estudió Medicina Integral Comunitaria; hizo su artículo 8 en el Hospital Victorino Santaella, en el servicio de Pediatría. Durante el primer año de carrera, conoció a Diana, su novia.

En República Dominicana esperaba ver recompensada su esperanza cuando lanzara los dados y el resultado fuese un doble seis: poder ejercer la medicina en un país más estable, vivir solo, dejar de preocuparse por comida, llevarse a su novia. Construir la vida que, le dijeron de niño, iba a ser el consuelo mínimo si hacía lo que había hecho hasta ahora: trabajar, estudiar, portarse bien.

Le llegó un mensaje de WhatsApp del chamo que lo iba a recibir en República Dominicana:

—Marico, cónchale, sabes que un pana que tengo aquí acaba de pelear con su esposa, tuvo un problema, pues, y le estoy prestando apoyo. No te voy a poder recibir ahorita. Apenas él se vaya te aviso para que te vengas.

Emilio respondió que okey, tomó aire y volvió a Netflix. Pasaron dos minutos. Otra vez el teléfono. Era Diana:

—Mira, estoy embarazada. Tengo cuatro semanas de embarazo.

Las palabras crepitaron en el aire, como si una hoja cayera sobre una fogata recién encendida.

—Ah, okey. Dale. Hablamos ahorita —alcanzó a decir Emilio.

Era finales de agosto de 2019. Faltaban siete meses para que Venezuela, como el resto del mundo, asumiera la cuarentena indefinida como respuesta a la pandemia del Covid-19. El virus que cambió la vida de más de siete mil millones de personas.

 

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Diana planeaba hacer un postgrado de ginecología y obstetricia. A principios de 2019, se inscribió en un taller de radiología. La última semana, los talleristas decidieron hacerse ecos por diversión. Cuando llegó su turno, un silencio incómodo rompió el relajo. Se detectó un embarazo de cuatro semanas.

La vida es un hilo rebelde que da puntadas sobre diferentes ironías.

Hubo un periodo corto, podría decirse que insuficiente para cualquier pareja que estuviese buscando un bebé, en el que no se protegieron. No conseguían anticonceptivos. Bastó lo que estadísticamente no suele bastar para que un espermatozoide fecundara un óvulo y los dados que tanto esperaba Emilio decidieran su suerte.

Pero había algo más. En esas conversaciones en las que deshacían y rehacían el futuro se dieron cuenta de que querían ser padres; aunque, en la apretada agenda que construían, solo había un espacio disponible: ahora. Si ambos seguían estudiando, saldrían embarazados a los 31 ó 32 años de Diana. A esa edad, reflexionaban, un primer embarazo ya significa riesgo. ¿Por qué no animarse ahora? Porque al ver el precio del dólar y los anaqueles vacíos, al trabajar en recintos sin gasas y observar los costos de las viviendas, espantaban la idea como quien ahuyenta a un zancudo que no termina de matar.

Emilio sintió un sudor frío que lo envolvía como una placenta. Luego, entendió que debía jugar con el número que le tocó. Le habían prestado un consultorio, solo tenía que equiparlo. Se endeudó como jamás imaginó que lo haría, para comenzar a atender pacientes por su cuenta. En los hospitales acaso puede ganar poco más de salario mínimo: menos de cinco dólares al mes. Ni él ni Diana tenían los entre 1.500 y 2.000 dólares necesarios para pagarse una cesárea.

Y ambos llevaban demasiado tiempo trabajando en hospitales como para ponerse una venda en los ojos y confiar sin reparos.

Un profesor se ofreció a hacer la operación en la Maternidad de Los Teques. Acordaron como fecha el 17 de marzo.

 

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Dos días después, iban camino al médico.

—Chamo, me siento mal –dijo Diana.

Labios blancos, la frente fría. Amagó con desmayarse, pero pudieron continuar hasta el consultorio. Ahí ella fue al baño. Vio algo en su ropa interior que de inmediato le mostró a Emilio. Minutos más tarde, el doctor les confirmó lo que sus mentes de padres rechazaban pese a la evidencia que supieron reconocer como médicos: era el tapón mucoso.

El tapón mucoso es lo que mantiene aislado al feto en el útero, a salvo de las bacterias que viven en la vagina. Expulsarlo es una señal de que ya se puede parir. En ese momento, tenían 21 semanas de embarazo y seis días. Según los estándares internacionales, un parto de menos de 22 semanas se considera aborto: no pasa a terapia neonatal. Ahora bien, a partir del día siguiente, ya con las 22 semanas exactas, podían lanzar los dados con la expectativa de que la suerte estuviese a su favor. Una suerte que dicta que solo entre el 15 y el 20% de los nacidos en esas condiciones sobrevive. Eso en países con un sistema de salud óptimo. El miedo que Emilio había sentido casi cinco meses atrás ahora le parecía una ridiculez.

La buena noticia es que solo fue el 30% del tapón mucoso. Con el 70% restante era posible continuar con el embarazo en condiciones de reposo absoluto. Diana, que vivía con sus padres en una casa con escaleras, se mudó a donde su suegra. Pasaría semanas acostada. 

En el proceso, una tía de Emilio, residenciada fuera del país, les ofreció su casa en Lagunetica. La casa, que hasta siembra tenía, se encontraba descuidada y quedaba lejos de Los Teques. Para entonces, Emilio ya había empezado su postgrado en un conocido hospital de Caracas al que debía llegar temprano. Sumó a sus prioridades adecentar la vivienda.

En febrero de 2020, faltando pocas semanas para la cesárea, en el hospital en el que trabaja Emilio les dieron clases magistrales sobre el Covid-19.

Ya Emilio había leído sobre él, pensaba que era una gripecita más. Y aunque en la clase aterrizó, no imaginó que el virus llegaría a Venezuela: creyó que todos los países se aislarían para evitar el contagio.

Dos semanas antes de la cesárea, fueron a hacerse un chequeo. La hemoglobina de Diana estaba en ocho, lo que se considera anemia. En esas condiciones, la operación sería inviable. El campo minado que atravesaban en su embarazo sumó otra meta: en 15 días la hemoglobina debía subir a diez. Eso era casi imposible.

Compraron el tratamiento, hierro endovenoso. “Me costó un ojo de la cara”, dijo Emilio. Lo que estaba descubriendo es que, con frecuencia, un papá es capaz de dar mucho más que un ojo por la salud de su hijo. Para evitar que el hierro generase una reacción negativa, debían diluir cada ampolla en 100 cc de agua. Ellos diluyeron tres ampollas en 500 cc. Se las colocaron a Diana en el Victorino Santaella. En eso, Diana se puso roja. Decidieron subirla a Obstetricia: el hierro le estaba reaccionando.

Revisaron al bebé: todo parecía en orden. Solo había que suministrar un medicamento. Pasaron dos horas y lo único que les propinaron fueron malas caras. Diana pidió permiso para ir al baño: se escapó. Emilio le puso el medicamento en casa.

Los siguientes días se basaron en una dieta de morcilla e hígado. Por si acaso, Emilio donó sangre para que pudieran administrársela llegado el momento. Mientras la pareja movía sus fichas con la cautela del que sabe que tiene mucho que perder, volvió a ser el turno de la vida: tiró los dados y le salió doble seis. El viernes 13 de marzo, se decretó la cuarentena nacional, debido a que se había confirmado el primer caso de coronavirus en el país. 

La cesárea estaba planificada para cuatro días después, el martes siguiente.

 

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La fecha señalada en el calendario, Emilio y Diana salieron con tapabocas. Un viejo spot publicitario muestra a una pareja con su bebé caminando hacia la salida del hospital en el que parieron. La música es de ascensor, las miradas son tiernas. Cruzan la puerta y se enfrentan a una contaminación auditiva llena de cornetazos, groserías, frenos exigidos, demoliciones: un ir y venir de gente. La pareja queda helada. Hasta que se dan la mano y se animan a dar el siguiente paso.

Emilio y Diana sabían que, estando en Venezuela, tendrían que aprender a convivir con esa sensación. Ya el premio no era la estabilidad, sino la vida.

La hemoglobina apenas subió a 8,5. Se necesitó la donación de sangre. La cesárea, entonces, fue un éxito.

Lo que no resultó un éxito fue el trato que recibieron. Pasadas 48 horas, la pediatra ni siquiera había visto al bebé. Samuel Antonio se gestó en medio de una crisis, se desarrolló a través de altos riesgos de muerte y nació en plena pandemia.

Samuel Antonio tenía una deshidratación leve. A Diana no le salía leche del seno. Necesitaban la aprobación de la pediatra para suministrarle al bebé una fórmula. Pero la médica no aparecía. A Diana, para colmo, le subió la tensión: a ella tampoco la habían monitoreado.

Emilio llamó a su pediatra de confianza, quien le recomendó la fórmula. Después, subió a la oficina de la directora. Rugió con tanta fuerza que tumbó el tablero: hay cosas que no pueden dejarse al azar.

—Bueno, vamos a corroborar si lo que dices es cierto —dijo la directora.

Emilio estaba rojo, vibrando, con los puños cerrados.

 

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Se mudaron a Lagunetica. Una aventura que representaba en sí misma varias más: independizarse, comenzar a convivir como pareja, pasar de ser novios a esposos, convertirse en padres. Todo en medio de una pandemia.

Por la cuarentena, el ritmo de trabajo de Emilio cambió. En el hospital en el que cursa su postgrado, debía hacer guardias de 24 horas cada seis días, que empezaban a las siete de la mañana. Para cumplir, le pagaba a un taxi que lo llevaba de Lagunetica hasta el Metro de Los Teques. A las cinco de la mañana estaba listo para agarrar el primer tren. Después, se regresaba en Metro y otra vez en taxi.

Para abastecerse, debido a que todo estaba cerrando al mediodía, salía en las mañanas. En Lagunetica el transporte público disminuyó a unas tres o cuatro camionetas, que circulaban a tope, con pasajeros guindados de la puerta. Sin respeto a las normas de higiene. Prefería caminar durante una hora, comprar; y, luego, andar otra hora más de regreso, cargando bolsas.

Antes de que la cuarentena fuese extendida hasta mayo, surgió la primera sospecha de contagio de Covid-19 entre el personal médico del hospital.

El director fue claro:

—Vaya a tal sitio para que le hagan la prueba. 

A Emilio se le revolvió el estómago, no sabía si por rabia, indignación, tristeza, miedo o por todas juntas. Entendió que si se contagiaba el hospital le cerraría las puertas. Meses atrás, ningunearon a un especialista que había dirigido un departamento de la institución durante cinco años y necesitaba una intervención. Lo operaron, pero su colega tuvo que conseguir por su cuenta cada insumo. En contrapartida, a ciertos funcionarios los trataban con beneficios.

Al salir del hospital, Emilio se consiguió con que el Metro tenía retraso. Para volver a casa, cuadró dos litros de gasolina con un amigo que se solidarizó con él y le pidió a uno de los taxis del hospital lo llevara. Al llegar, abrazó a Diana y cargó a Samuel Antonio. Tras nueve meses, Emilio sabe jugar con cualquier combinación que le presenten los dados.