Los petroglifos de Carabobo sobreviven al tiempo pero no al olvido 

A lo largo de miles o cientos de años, los arawacos y los caribes que poblaron la cuenca del Lago de Valencia grabaron en la roca signos que no podemos entender. El apego de una familia local permite que aún podamos ir a contemplarlos

No sabemos qué significan: son un mensaje que nos dejaron los primeros pobladores de lo que hoy es la región más poblada de Venezuela

Foto: Armando Díaz

“Yo nací hace 42 años debajo de una mata de mango”. Yovani González es la cuarta generación de una familia encargada de proteger y promover el patrimonio arquitectónico de La Cumaca, en el municipio San Diego, en Carabobo. Aún vive junto a la misma mata de mango, en la misma casa pintada de verde, un poco más atrás del viejo cartel en una reja gris que dice “Familia González”. Sus nietos recibirán ese legado que viene de 1853, cuando los primeros Gonzalez se asentaron en la zona  conocida hoy como el sector Lambedero.

Para llegar a la casa de Yovani hay que recorrer la autopista Bárbula-Guacara y tomar el desvío que da hacia La Cumaca. Un kilómetro antes de llegar a la casa de los González hay una especie de parque, que fácilmente podría pasar desapercibido, porque a los lados solo hay casas. Pero si se mira con atención se puede observar sobre una roca enorme con algunas figuras grabadas en la superficie. Están pintadas en blanco; son rostros, animales y cuerpos humanos.

Mucha gente se ha ido a vivir a esa zona, pero nadie conoce los petroglifos como esta familia

Foto: Armando Díaz

Son petroglifos, glifos hechos en piedra. Algunos se hicieron entre principios de la era cristiana y finales del siglo XIV; otros pueden haber estado ahí por más de dos milenios.

La gente del lago

Leonardo Páez Rodríguez —un educador con maestría en Etnología y experto en memoria social y patrimonio cultural— dice que los petroglifos son un sistema de expresión simbólica, con el cual se transmitían ideas, que no llegó a ser una escritura.

Páez Rodríguez los conoce muy bien, puesto que desde 1994 estudia el arte rupestre en la cuenca del lago de Valencia, una de las zonas del país con más arte rupestre. Comenzó como un autodidacta que copiaba los símbolos de esas piedras, para luego reproducirlos en collares, brazaletes y bolsos. Pero su interés por los petroglifos terminó llevándolo a mudarse al Valle de Vigirima, con la apertura del Museo Arqueológico Piedra Pintada en el municipio Guacara, en donde trabajó en atención al público e investigación. 

En la cuenca del lago de Valencia vivieron dos naciones indígenas, las responsables de estos signos en la roca: los arawacos y los caribes. Tenían amplia presencia en toda la Cordillera de la Costa, desde el macizo de Nirgua en lo que hoy es Yaracuy, pasando por Carabobo hasta Guatire, en Miranda. A lo largo de toda esta región se puede encontrar arte rupestre. 

Los petroglifos fueron tallados en la roca y repasados muchas veces. La pintura blanca es un invento reciente que de hecho vulnera esos monumentos

Foto: Armando Díaz

Los arawacos y los caribes llegaron a los valles Carabobo mediante varias olas de migración, desde la zona occidental de Venezuela y del Orinoco medio. Los arawacos se dispersaron desde el alto Amazonas por todo el norte de Suramérica, e incluso navegaron hacia Las Antillas y el sur de la Florida. Los caribes se asentaron al sur del lago ocho siglos después de los arawacos, y por procesos de hibridación cultural crearon la llamada cultura del lago de Valencia, con la que se denomina al conjunto de comunidades que habitaron la zona entre el 870 d.C. y el siglo XVI. “Hablamos de dos troncos lingüísticos suramericanos que se expresaron en la cuenca del lago y que tuvieron presencia mediante diversas comunidades. Es muy difícil decir de forma específica que se trató de tal o cual comunidad”.

Cuando Yovani escucha la palabra arawaco se le llena el pecho de emoción. “Soy arawaco, como mis antepasados, y eso me llena de orgullo. Nací de aquí y aquí me quiero quedar, porque en la naturaleza encuentro todo”. Como guardián de la zona se conoce cada rincón, cada risco y centímetro del río que serpentea la selva. Desde niño se levantaba temprano para explorar hasta que el sol daba señales de esconderse. “Me sentía como los indios, por eso amo hacer rutas, siguiendo las mismas que hacía mi padre, mi tío y mi abuelo”.

Yovani González calcula que en la zona deben haber entre 200 y 300 petroglifos, que representan humanos, salamandras, monos, perros, acures, soles y lunas. Incluso asevera que hay algunos grabados que parecieran ser animales extintos.

Una tradición de escala amazónica

Páez conoce la cantidad exacta. En el año 2000 trabajó con la asociación civil Diego Guarate y el investigador Omar Ider en un inventario general de los petroglifos del sector. Unos años atrás se habían invadido unos terrenos que servían de potreros. En ese entonces encontraron 15 rocas grabadas contentivas de 45 representaciones visuales. Gracias a esta investigación se canceló un ordenamiento espacial que hubiera permitido la construcción en la zona y hubiera por tanto acabado con estas rocas que estaban muy cerca de algunas viviendas.

Diez años después, Páez acudió a Lambedero para dictar talleres artesanales, y elaboró proyectos de aprendizaje y sensibilización para las comunidades. En ese momento volvió a hacer un conteo y actualizó el inventario, para concluir que hay 17 rocas y 57 representaciones visuales. También se percató del grado de deterioro producto del nuevo ordenamiento espacial. 

La tradición rupestre acumulada por milenios de actividad humana en lo que hoy son Brasil, Colombia y Venezuela tiene algunos símbolos y prácticas en común con los abundantes petroglifos en Carabobo

Foto: Armando Díaz

Yovani dice que hay más rocas grabadas en la montaña, como una donde los indígenas se reunían para realizar rituales religiosos dirigidos por el chamán, en el lugar que se conoce como la Corona del Rey. Ahí Paez jamás llegó, pero según lo que le han dicho allí hay unas 40 rocas con grabados en unas ocho hectáreas.

Páez dice que es muy difícil saber lo que significan exactamente, y hace falta mucho trabajo de campo todavía, pero hay patrones gráficos comunes en lo que se llama “tradición rupestre amazónica”, a la que pertenecen los petroglifos de la cuenca del lago de Valencia, la del Orinoco y la del Amazonas.

“No existía un patrón bien definido y la gente tenía libertad de hacer los grabados. Sin embargo, si vemos los del lago de Valencia encontramos una gran profusión de rostros humanos, cada uno con una particularidad; líneas radiantes que simulan rayos solares, otras representaciones humanas muy esquemáticas, sencillas, pero con líneas que representan el cuerpo y sus extremidades”.

Los petroglifos se grababan con instrumentos líticos de cuarzo y técnicas como la percusión directa, la abrasión o el pulido con arena y agua. Muchos de estos trazos tenían honduras de dos centímetros y otras de solo milímetros. Los indígenas solían remarcar los surcos a lo largo de los años.

Advierte Páez que el arte rupestre no debe verse como un mero acto creativo. Servía para que esos grupos étnicos escribieran su historia en el paisaje, para marcar su territorio, su identidad ligada al control de ese territorio. Los sitios del arte rupestre estaban apartados de las zonas habitadas, y eran lugares que visitaban de vez en cuando. De hecho desde la entrada de la casa de Yovani hasta la orilla del lago de Valencia, donde estaban los asentamientos indígenas, hay 26 kilómetros aproximadamente. 

Conectar al pasado con el futuro

En el último inventario que Leonardo Páez llegó a hacer, encontró deterioro en la superficie de las rocas producto de salpicaduras de frisados, desgaste por pisadas, particularmente por niños que juegan en la zona, el esmog, el impacto de las vibraciones causadas por el paso de vehículos y la actividad de maquinaria, y por supuesto la pintura blanca para resaltar los surcos, una práctica común entre los arqueólogos de los ochenta que otras personas continúan. Hasta pusieron una imagen de Virgen de Lourdes sobre una de estas rocas, “una reapropiación histórica que fue interpretada como una protección espiritual del lugar. Todos los años le hacen mantenimiento a ese nicho escultórico incluyendo el grabado y lo pintan y eso deteriora más”.

Mientras más se sepa sobre este monumento, menos difícil será preservarlo

Foto: Armando Díaz

Han pasado once años desde la última vez que Páez visitó el lugar y desconoce el estatus de las rocas. De lo que sí está seguro es de la falta de interés de los entes gubernamentales en conservar este patrimonio. Sabe que se envió un informe técnico al Consejo Comunal, al gabinete estatal de cultura y al Instituto del Patrimonio Cultural en Caracas, con recomendaciones para su resguardo y destacar su importancia. Caso omiso. Con la intención de detener las invasiones, Omar Ider propuso en 2000 —sin éxito—, que la zona fuese proclamada como sitio de reserva arqueológica. A Leonardo Páez le sigue preocupando mucho el abandono de este patrimonio por parte de los entes gubernamentales, la falta de políticas públicas hacia lo arqueológico solo porque no tiene nada que ver con el ciclo independentista. 

Pese a todo esto, Yovani organiza recorridos por el río y la montaña, para canyoning (barranquismo) y rapel, por cuatro o cinco dólares por persona. Muchos habitantes locales no le prestan atención a los petroglifos. “Poco a poco se ha perdido esa cultura. Ahorita a los jóvenes no les interesa la historia, les importa es que hay una cascada y ya”. Llegar es fácil, solo se necesita tomar la autopista Variante Bárbula que circunda a Valencia por el norte, salir hacia La Cumaca y seguir en línea recta. Ahí mismo se pueden ver los petroglifos junto a la vía, antes de llegar a la casa de Yovani, a quien se puede contratar para ir hasta la cima de la montaña, a la Corona del Rey.

Lamenta que la gente no viva la tradición de la misma forma que su abuelo o su tío, quien también trabaja como guía. “Esas piedras son historia, ese río es historia, nuestro trabajo, es historia”. Yovani está orgulloso de sus hijos, en especial el de catorce años, quien parece haber heredado el amor por La Cumaca y su baluarte arqueológico.