El síndrome de los reporteros abrumados

La autora es editora de un medio en Caracas, donde los servicios son menos precarios. Y esto es lo que cuenta sobre cuánto tarda y cuesta hacer cualquier tarea normal para un periodista en un país funcional

Nunca informar en Venezuela había sido tan difícil y doloroso.

Foto: Composición por Sofía Jaimes Barreto

Tengo que entregar una nota de 20.000 caracteres ya, pero al mismo tiempo debo resolver qué le pasa a mi nevera que no enfría. No es la primera vez que sucede. La nevera me juega malas pasadas cada vez que hay fluctuaciones de luz, cosa normal en Caracas. Me las apaño para terminar el texto, y recibir al mismo tiempo al técnico, que sólo pudo venir hoy, tras dos semanas de espera, porque en el oeste de la ciudad pusieron muros de concreto para impedirle a la gente salir de sus casas. 

Sorteo el día de hoy. Pero me cuesta trabajo conciliar el sueño. Mañana no sé qué nuevo obstáculo me pondrán Venezuela y el madurismo. Ya no tengo burbujas para escapar de la realidad. Me despierto cerca de las siete casi todas las mañanas, leo todas las noticias que puedo y recibo, al menos, diez boletines noticiosos. La pandemia avanza y arrasa con todo. Mientras trato de organizar el día y preparar cómo voy a avanzar en la investigación sobre el gas de bombonas, se me cae internet. Hago miles de maniobras para revivirlo, casi le doy respiración boca a boca al enchufe: nada, la señal no vuelve. Quiero llorar.

Me pongo a escribir a mano los nudos de la distribución del gas, para tener idea de cómo plantear las ocho infografías que llevará el especial. Vuelve internet, pero la conexión es caprichosamente ambivalente; luego se estabiliza. Hoy tengo agua, luz e internet: me siento en el primer mundo.

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Llamo a B, la reportera que trabaja conmigo en Investigación. Lo que se supone debe ser una reunión para discutir los avances de su reportaje sobre la quema de gas en Monagas, termina en una sesión de autoayuda. Cuando le llega agua está llena de sedimentos y es marrón, pero no tiene desde hace diez días. La señal 2G de Movistar se cae y no ha podido llamar a los expertos. Por si fuera poco, tiene migraña, está de mal humor y desmoralizada. Se siente atrapada. ¿Cómo quitarle la razón? 

Recurro a una retórica ¿barata?. Trato de explicarle que no es ella sola quien está atrapada, sino el país. Pero esas piedras de tranca hacen que comunicarse con los ingenieros de Monagas le tome cuatro o cinco días, porque allá se quedaron sin señal y no le llegan los mensajes. O que tenga que pararse muy temprano para hacer una entrevista con el sindicalista X, porque es el único momento en el día en que el señor tiene señal y la puede atender, y que tenga que usar cloro para desmanchar su ropa por la calidad de agua que le llega. 

Como me cuesta tanto lograr comunicarme con expertos sobre gas GLP (el de bombonas) llevo al mismo tiempo otra investigación, para no frustrarme y mantenerme ocupada. Es lo mismo que le planteé a B. Tenemos que adelantar varias historias a la vez, no sólo porque así habrá más frecuencia en la publicación, sino para evitar la sensación de estancamiento, o la asfixia que produce llevar cuatro meses encerrada por temor al covid. 

Un temor muy cercano para mí, pues mi vecino, sí, el que vive a veinte metros de mi apartamento, dio positivo. Entro en pánico. ¿Cuántas veces me lo topé? ¿Llevábamos o no tapabocas cuando nos cruzamos? 

Corren los días, se me pasa la angustia que me arruga el estómago. Sé que no tengo covid porque un día el autonombrado consejo comunal de mi urbanización tomó el edificio y nos llevaron caminando a todos —prácticamente a la fuerza—  a una casa a dos cuadras, con cuatro escritorios en la entrada, donde nos hicieron una prueba rápida. Me llevé mi celular, no fuera a ser cosa de que diera positivo y el Estado me encarcelara. Al menos tenía cómo avisarle a mi esposo.

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Por fin logro pautar una entrevista con un empleado en el Complejo Criogénico de Jose después de semanas de espera, y con muchos trabajadores que se negaban a hablar conmigo por temor a represalias. Justo entonces, por WhatsApp, la junta de condominio informa que llegó el agua al edificio, después de una semana de espera. Es el agua o la comunicación con el técnico de Jose. Opto por mi supervivencia. Tengo que dejarlo todo. Todo. No sé por cuántas horas habrá agua, y tengo que limpiar mi apartamento a fondo. Debo lavar la ropa y todo lo que tengo acumulado. Al menos ya logré el contacto con alguien en Jose; tomará días poder hablar de nuevo, pero ya el reportaje va con retraso, así que qué más da.

Limpio y vuelvo al trabajo al final de la tarde. Ya no puedo con ABA, me rindo a la imposibilidad de conexión. En mi portal Crónica.Uno deciden darme un equipo de Banda Ancha Móvil (BAM) que salió en un ojo de la cara y al que hay que recargarle semanalmente el saldo. Ya se han comprado, por lo bajito, cinco equipos para el personal. Todo cuesta.

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Hay días en que no puedo salir de la cama. No es que quiera dormir, es que no me puedo levantar. Me pregunto decenas de veces ¿para qué?, ¿qué voy a lograr? Soy atea. No tengo a quién encomendarme, pero desde que comenzó la pandemia, me he vuelto un poco más espiritual y creo que debe existir una fuerza del universo a la cual pueda dirigirme para que me dé fuerzas. Le hablo al universo o me hablo a mí misma —no lo sé— pero me funciona.

Tomo café, y me preparo para la reunión editorial semanal vía Zoom. Mientras nos conectamos y organizamos la agenda, cada cual va narrando su historial de minitragedias. A una de las coordinadoras el carro se le quedó varado en Cagua; otra tiene una fiebre extraña, que no es covid-19, pero no le alcanza el dinero para hacerse los exámenes y el seguro no lo cubre; a otro la esposa se le quedó atrapada en España y no ha podido regresar al país. A mí me toca poner gasolina subsidiada según mi número de placa (durante la reunión consulto con una amiga de la agencia Bloomberg y me dice que haga mi cola de gasolina porque ya se va a acabar). 

Finalizo la reunión y me armo de valor y voy a la bomba subsidiada a llenar el tanque del carro. La cola requiere un valor del cual carezco, así que termino abasteciéndome en una gasolinera en dólares cerca de mi casa. Me duele mucho el bolsillo, pero no había otra opción. Llamo a mi amiga para contarle pero está histérica: tiene que mandar una nota urgente y el internet no le funciona, se cae a cada rato y no sale el correo. Así estamos todos.

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Voy avanzando en mi investigación, lentamente. Voy entrevistando a expertos y recogiendo testimonios de personas que tienen hasta seis meses sin gas de bombonas. Una me cuenta que tuvo que comprarlo bachaqueado, y pagar en dólares hasta el mototaxi. Pero le costó encontrar los dólares y, finalmente, se los compró al dueño de un abasto. Se me arruga el corazón. Yo tengo gas directo y sólo pagué 2.800 bolívares por dos años de servicio. Sí, pagué 0,007 dólares al cambio de ese día, mientras ella gastó 12 dólares para un mes. 

Tenemos una nueva reunión, pero ahora sí, con todo el equipo: reporteros, editores, fotógrafos, diseñadores. Durante la primera hora que transcurre la gente lo que hace es drenar: arrechera, frustración, miedo, ira, desesperanza. La peor parte la llevan los siete corresponsales que tenemos, sobre todo los de Táchira, Zulia y Bolívar; pasan más de seis horas sin luz diariamente, ya no hay despacho de gasolina y no pueden reportear ni que quieran; cuando vuelve la electricidad intentan montar sus notas en WordPress, pero internet no los deja, así que escriben directo por WhatsApp y nos toca a los coordinadores subir las notas, videos y fotos a WordPress. A la corresponsal de Aragua, el Cuerpo de Investigaciones, Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) comenzó a intimidarla; la Organización No Gubernamental Espacio Público, que defiende la libertad de expresión, la está asesorando para evitar cualquier situación que la exponga, y la reportera de Carabobo, nos cuenta, desconsolada, que tiene una infección pulmonar y la están tratando como si fuese covid. El día se los traga en resolver para sobrevivir, pero cuando logran enviar información, es de calidad y un retrato de la calamitosa y ruda vida en el interior del país. 

Tan fuerte es la reunión, que decidimos pautar una sesión con una psicóloga para que nos brinde herramientas vía Zoom para poder lidiar con el estrés y la incertidumbre. Funciona por un tiempo.

Tres meses después de haber comenzado, pude publicar la investigación sobre el gas de bombonas. Debería sentirme exultante por lograrlo y por la buena acogida que tuvo en la opinión pública. Hasta César Miguel Rondón me pidió una entrevista. Pero por una razón que desconozco no me siento feliz. Las infografías y el diseño son hermosos, pero releo el texto y quiero llorar. Nunca informar en Venezuela había sido tan difícil y doloroso.