Corriendo a ninguna parte

La experiencia de correr doce maratones durante once meses, solo, sin competir con nadie… y en Maracaibo

El autor echándole pichón en (lo que queda de) la avenida Bella Vista de la capital zuliana

Foto: Ernesto Pérez

De niños muchos somos proclives, por curiosidad y aburrimiento, a abrir puertas sin tener idea de qué puede haber detrás. Y aunque la mayoría son portales hacia lo conocido, de vez en cuando uno descubre algo tan emocionante como para recordarlo siempre y querer seguir abriendo puertas.

Yo todavía lo estoy haciendo. 

Hace un año empecé a darle a la perilla de una pequeña puerta misteriosa en mi mente, y cuando crucé el umbral empecé a correr. Y seguí corriendo. Corrí 12 maratones en un año. No lo recomiendo del todo y esta historia no debe ser tomada como una guía sobre cómo hacerlo, porque lo cierto es que no sabría transmitir cómo se hace. Solo puedo decir cómo lo hice, o cómo creo que lo hice. 

Deshidratado y por el sol amado

El 17 de enero del 2021, a las 4:42 de la mañana, arranqué con la intención de correr 42 kilómetros en una ciudad famosa por su calor y humedad, condiciones nada idóneas para carreras de fondo.

Antes de ese día había corrido poco más de un año y no sabía nada, absolutamente nada, sobre maratones. No pertenecía a ningún club de corredores. No tenía amigos corredores. No investigué nada en absoluto. Solo arranqué con un reloj Garmin que iba sumando la distancia y el tiempo. 

Tan desinformado estaba que salí de mi casa sin agua. Simplemente no sabía. Después de correr treinta kilómetros, los charcos de la calle los veía como una opción viable. Pasando por una panadería cerca de mi casa le grité al vigilante “¡Gatorade!”, y él, viendo mi estado, entró y me hizo el favor mientras yo corría en círculos en el estacionamiento.

Terminé en 3 horas y 55 minutos. 

Unos días después pensé: “yo creo que puedo hacer esto una vez al mes todo el año”. La inocencia de la ignorancia.

De nuevo, no tenía ningún plan. No sabía si lo iba a lograr. Fue un impulso que se convirtió en una compulsión, algo recurrente en mi vida.

Yo fui adicto a la heroína por casi veinte años. Después de más de cinco años y medio sobrio, aún vivo dejándome llevar por el viento. La verdad es que no sé por qué, y tampoco tengo interés en contestarme esa pregunta. 

Por culpa de la reina de Inglaterra

El 14 de febrero a las 5:11 de la mañana arranqué mi segundo maratón. Esta vez me costó un poco más pero volví a terminar en 3 horas y 55 minutos.

Luego, una pesadilla: esperé que la aplicación de Garmin me otorgara los puntos por haber completado un maratón (lo más insignificante del mundo), pero la condenada no lo hizo. Investigué y aprendí que la distancia oficial de un maratón es de 42 kilómetros y 195 metros, y yo, tratando de igualar mi tiempo de enero, paré el reloj al completar los 42 kilómetros. La ignorancia me jugó una mala pasada.

Me invadió la rabia. Tenía que saber por qué esa distancia era tan específica y arbitraria. Resulta que hasta los Juegos Olímpicos de 1908 la distancia oficial no tenía decimales. Pero en los Juegos de Londres, la reina Alexandra pidió que la carrera empezara en los jardines del castillo de Windsor para que los pequeños pudieran ver el arranque desde su guardería, y que el final fuese justo frente al Palco Real del Estadio Olímpico. Esta malcriadez hizo que la distancia aumentara, y como cualquier malcriadez permitida, se perpetuó en el tiempo hasta hacerse oficial.

Entonces como esa señora se antojó de algo hace más de cien años, y todos la complacieron, ¿mi esfuerzo no vale? Están locos. Claro que mis 42 kilómetros clavados sí cuentan. Llevo dos maratones completos y me faltan diez.

Al principio mi desconocimiento sobre maratones era tal que yo pensaba que no podía parar en ningún momento. ¿Y si me daban ganas de ir al baño? En esas primeras carreras solitarias, si tenía que hacer pipí empezaba a correr de lado dando saltitos, me subía el short y hacía lo que tenía que hacer. Y sí, me subía el short, no me lo bajaba. No quería parecer un desequilibrado que se baja el interior para orinar. 

Estoy seguro que esa imagen dando saltitos y haciendo pipí me haría ver como una especie de artista conceptual haciendo un performance tributo a las fuentes danzantes Jet d’Eau en Suiza. Cómo me hubiese gustado estar vivo en 1908 y hacer justo eso justo a la altura del Palco Real del Estadio Olímpico…

Cuídate de los Idus de marzo

A mediados de marzo intenté mi tercer maratón. No lo logré. A los 37 kilómetros tuve que parar. Varios meses después un amigo me dijo que pude haber caminado el resto del trayecto y hubiese contado. No puedo creer que no se me ocurriera en ese momento. La ignorancia me jugó una mala pasada… otra vez.

Para mantener mi plan corrí dos maratones en abril. A esas alturas me di cuenta de que no estaba ni cerca de romper ningún récord mundial en velocidad, así que podía dosificar los esfuerzos. Diez o quince minutos más no iban a cambiar nada, y en la cuenta era lo mismo. Es como la gente que sale a votar a las seis de la mañana, sabiendo que el voto a las tres de la tarde vale igual como uno.

También descubrí que la mentalidad de adicto a la heroína jugaba a mi favor. Sobre todo el día antes de la carrera y en especial recorridos treinta kilómetros de cada una, mi cerebro tomaba el control.

Esa sensación familiar de obsesión, de mi mente repitiendo “necesito esto”, era la que empujaba mi cuerpo golpeado exactamente igual que el anhelo por consumir.  

A los psiquiatras les encanta comparar la sensación de la heroína con la liberación de endorfinas al correr. A ellos y a toda la comunidad médica quiero decirles, de manera categórica e inequívoca: dejen de hacerlo. No lo repitan más. No es lo mismo para nada. Yo entiendo que hay similitudes teóricas entre las dos descargas, pero confíen en mí, no es lo mismo. Mientras no vean gente empeñando el televisor de su abuela para poder correr el Caracas Rock, no los comparen. Es como comparar Flips con cambures, los dos son dulces, pero…

Alegre despertar

Maracaibo es tan complicada como todas las ciudades del país. Para correr 42 kilómetros en ellas es imposible no pasar por partes que la mayoría esquivaría. Yo corría con franelas y shorts rotos para intentar repeler a malos actores. Es mejor parecer loco que parecer rico. De todas formas son lugares que conozco, en parte por mi propio pasado complicado. 

En una de estas carreras antes de amanecer, con la ropa rasgada, el pelo largo y barba, un indigente me miró y gritó burlándose: “¡A la verga, está corriendo en pañales!”. Cuando un indigente siente suficiente asidero moral como para burlarse de tu ropa, probablemente es el momento de cambiarla. 

En otra ocasión me apuntaron con una pistola. Pude ver de forma periférica una conmoción cuando un hombre paró su moto cerca de mí, pero ni siquiera volteé a mirar. Andaba en lo mío. Una hora después pasé por el mismo lugar y unos vigilantes me hicieron señas. Yo seguí corriendo en círculo, alrededor de ellos, para escucharlos. Uno me preguntó: “¿No viste al tipo que te apuntó? Preguntó que por qué andabas corriendo tan rápido”. La verdad es que ni me había dado cuenta. Me contaron que uno de los vigilantes le dijo al hombre que era domingo y que “los domingos son para deportes”.

Una franela que diga “los domingos son para deportes” se vería muy bien, pensé después.

En mi penúltimo maratón un muchachito me persiguió amenazándome con una mano metida en la franela como insinuando que estaba armado. Sin parar lo miré un segundo y seguí exactamente al mismo paso. Era una partida de póker y me arriesgué, contando con que lo suyo era un bluff. Hice lo mismo que hago cuando un perro me persigue, espero que se canse. Con la notable diferencia de que son bajísimas las probabilidades de que un perro porte cualquier tipo de arma. No cero, pero casi.  

Debo admitir que mi mente funcionaba en dos niveles justo en ese momento: en uno estaba pendiente de lo que pasaba; en otro, contento, me decía: “si no me matas, esto es perfecto para escribirlo”. No me mató, y aquí estoy escribiéndolo.

Por el calor y la humedad, empecé mis carreras más y más temprano al pasar los meses. Las 3:30 de la mañana se convirtió en la hora usual. Esto me daba el chance de ver dos Maracaibo. La primera mitad de cada maratón me topaba con adictos, prostitutas e indigentes (muchas veces esas pobres almas son las tres cosas al mismo tiempo). Durante la segunda mitad veía corredores y ciclistas. Casi todos me miraban raro. Hay algo reconfortante en la consistencia humana. 

El rencor también es una buena razón 

Entre mayo y septiembre seguía encaminado a mi meta de doce maratones. Me dio curiosidad saber si alguien más en Venezuela había intentado algo similar. Llamé a la Federación de Atletismo y terminé siendo agregado a un chat grupal de maratonistas venezolanos. Resulta que sí había varias personas que han hecho o hacían el doce en doce.

Para serles sincero, me dio rabia. Arrecherita. Me dije: “Ah, ¿sí? Ahora van a ver”, y ese septiembre corrí maratones dos domingos seguidos. Solo por rencor. 

Al pasar tiempo con otros corredores descubrí que es muy poco lo que tengo en común con ellos, excepto que nos gusta correr. Yo tengo un desprecio visceral por la vibra positiva general que manifiestan. Igual admito que mi postura no es justificada, porque ellos han sido amables conmigo, siempre queriendo darme ánimos y consejos. Consejos que yo inmediatamente ignoro casi en su totalidad. 

Muchos me han sugerido que corra los majors —Boston, New York, Berlin, Londres, Tokyo— en forma virtual. Déjenme ver si entiendo: ¿quieren que pague cientos de dólares para hacer algo que puedo hacer gratis, solo para que me manden una medalla por correo? ¿Será que no saben que hay tiendas que venden medallas? Como si al pagar por correr virtualmente el Maratón de Londres fuese a confundir la Iglesia Las Mercedes con la Abadía de Westminster. 

Y déjenme hablar de las medallas por un segundo. ¡Cómo les encantan las medallas a los corredores! De hecho, están obsesionados. Es algo que tienen en común con los dictadores. Tranquilamente me imagino a cualquier corredor echando cuentos de medallas con Mussolini por horas. 

Camino a ningún lado

En octubre y noviembre completé los últimos dos maratones. En todo el trayecto mantuve mi ignorancia deliberada, temiendo que la sobrecarga de información se me interpusiera en el camino de la simplicidad de correr. 

Se dice que los adictos recuperados y los corredores están entre las personas más fastidiosas, así que no se imaginan lo desagradable que es estar cerca de mí a estas alturas. Solo falta que me haga vegano para ganarme la triple corona de insoportable. 

En el pasado mis decisiones estaban enraizadas en la desesperación. Había muy poco planeado, la única estrategia era sobrevivir. Mi claridad mental en estos tiempos tampoco tiene mucho de planificación. Yo le entro a las cosas por instinto, y me preocupo por pensar después, o si no tengo suerte, no me preocupo por eso en ningún momento.

Realmente no sé por qué corrí doce maratones en un año o si aprendí algo de toda esa experiencia. Pero esas no son respuestas que estoy buscando. Aunque ya no vivo en el mundo donde mi compás moral tiene a la desesperación como ingrediente principal, sigo estando suscrito únicamente a ser el arquitecto de mi propia nada. Cuando alguien me pregunta por qué pasar por todo ese esfuerzo y molestia, lo único que se me ocurre responder es: porque era lo que se supone que no debía hacer.

Una versión original en inglés de esta crónica se publicó en The Boston Globe