Vivo en Montreal, pero ninguno de mis compañeros de trabajo está a menos de 500 kilómetros. Uno de los equipos de los que formo parte opera habitualmente desde Toronto y Puerto Ordaz, pero con frecuencia en nuestras reuniones hay gente conectada desde Caracas, Monterrey o Bridgetown (Barbados), o una sala de espera en algún aeropuerto en Europa o América.
Este medio que estás leyendo se construyó entre Montreal, Miami, Vancouver, Caracas y Barquisimeto, y ahora se gestiona diariamente entre Montreal, Miami, Caracas, Madrid, Los Ángeles y Cúcuta. Tenemos colaboradores frecuentes en Mérida, Barquisimeto, Ciudad Guayana, Maracaibo, Berkeley, Coral Beach (Florida), Bogotá, Santiago de Chile, Madrid y Oxford, y estamos ampliando la red, tanto para Cinco8 como para Caracas Chronicles, nuestro medio hermano en inglés. A veces hago cosas con gente que está en Boston, Nueva York, Washington, Filadelfia o Hollywood (Florida).
A unas cuantas personas con las que trato habitualmente, y en muy buenos términos, no he visto jamás. Todo esto se hace gracias a herramientas tecnológicas de trabajo colaborativo, que son de Google, Trello o WordPress, y mediante un flujo de comunicación múltiple y permanente, un coro de notificaciones que no cesa ni de noche ni los fines de semana, a través del correo electrónico y de WhatsApp. Sin Internet, yo estaría casi tan aislado como un náufrago.
Aquí tengo la suerte de contar con varios buenos amigos, que he hecho en mis cinco años en esta ciudad, pero el resto de mis panas cercanos, con quienes tengo contacto frecuente, está repartido entre Ottawa, Valencia, Caracas, Amsterdam, Boston, Philadelfia, Nueva York, Madrid, Barcelona y Buenos Aires. En cuanto a mi familia cercana, aparte de mi esposa y mi hija no tengo a nadie cerca: los demás están en Orlando, Miami, Caracas y la isla de Margarita. Mi hija no ve a dos de sus abuelos desde hace cinco años. Hablo con mi hijo en Venezuela casi todas las noches, pero he llegado a pasar dos años sin verlo.
Cuando pienso en cómo pasa el tiempo irrecuperable sin que estemos juntos, siento como un envión de vértigo en el corazón, como si yo fuera una barra de nivel que nunca puede estar derecha. He tenido que medio aprender a vivir con esa fragmentación interna y ese estado de ausencia permanente. Pero nada de esto es ya extraño para mí. Es mi normalidad desde hace años. Ya casi no me siento perdido cuando, luego de horas leyendo y escribiendo sobre Venezuela, hablando con venezolanos y escuchando de fondo un disco de Alfredo Naranjo y El Guajeo, tengo que ir a comprar pan y leche sobre 20 centímetros de nieve y con una sensación térmica de 30 grados bajo cero.
Es lo mismo que le pasa a miles de venezolanos, dentro o fuera del país, y prácticamente a lo largo de todos los estratos socioeconómicos. Nuestras vidas laborales y académicas son glocales; nuestras dimensiones afectivas, también. Gracias a Internet, participamos de la economía venezolana con remesas para nuestras familias, dinero que pagamos o cobramos por servicios, bienes que traemos de allá o enviamos al país. Los apagones en Venezuela o las fallas internacionales en WhatsApp interrumpen esas idas y venidas, pero apenas se restablecen los procesos, la red que ya hay y crece se reactiva de inmediato.
Más allá del país físico, de esa dimensión donde la gente puede tocarse, intercambiar unos limones por unos billetes, echarse cuentos en la buseta, está la nación electrónica, interdependiente con esa Venezuela tangible. Una república de luz, hecha de impulsos, señales, bits, pantallas que parpadean en una vaga inmensidad. Somos una lejanía siempre presente, sin la cual la gente que está viviendo dentro de las fronteras del país no puede estar. Somos una separación viva, que no existe sin ese origen común que es Venezuela.