Tres conversaciones que impone la designación del CNE

La nueva directiva del Consejo Nacional Electoral ha generado reacciones diversas. Para interpretar cuán optimistas podemos sentirnos los venezolanos, hay que recordar primero cómo hemos llegado a este punto

La oposición tiene a dos rectores principales, pero también a suplentes promovidos por la sociedad civil

Foto: Asamblea Nacional

La designación de un Consejo Nacional Electoral por la “Asamblea Nacional” electa en 2020 plantea tres conversaciones de la mayor importancia para la “oposición”, para las “oposiciones”, o para quienes adversan al régimen de Maduro. Para no complicar más el lenguaje: la primera, precisamente, la señalada: ¿hoy hay una oposición en Venezuela, o hay varias?; la segunda, ¿cuál será la suerte del “gobierno interino”?, y la tercera, ¿cuáles son las expectativas reales que los venezolanos debemos tener sobre la llamada “ruta electoral”? En esta nota trataremos de ensayar sobre esta última pregunta.

Una lucha, diversas manifestaciones

La lucha política en Venezuela desde 1999 ha tenido diversas manifestaciones: desde las protestas contra el Decreto 1.011 a finales de 2000, como la decisión de no participar en las elecciones a la Asamblea Nacional en 2005, o la victoria de la Asamblea Nacional en 2015, o la elección por la presidencia en 2012 y 2013, pasando por la tesis de la “presidencia interina” de 2019 y 2020.

Habituados a elegir por medio de elecciones entre 1958 y 1998, desde 1999 la decisión sobre participar o no en elecciones se ha tomado caso por caso, según el contexto político, y bajo distintos razonamientos, no siempre coherentes entre sí.

La abstención a participar en las elecciones parlamentarias de 2005 se derivó de los cuestionamientos sobre los resultados del referendo revocatorio de 2004 —otra forma de elección—, pero al año siguiente, en 2006, ya estábamos eligiendo entre Hugo Chávez y Manuel Rosales. Por señalar otro ejemplo, luego de la elección presidencial entre Hugo Chávez y Henrique Capriles, en octubre de 2012, este presentó un recurso ante la Sala Electoral de más de cien páginas, en el que se resumían las razones por las cuales esa elección debió ser considerada como nula. Pero en 2013 volvió a competir contra Nicolás Maduro, y en 2015 toda la oposición fue unida a la elección a la Asamblea Nacional, que ganó la oposición. Otro ejemplo reciente, más revelador, si se quiere: ante la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente en 2017, la oposición agrupada en los principales partidos decidió no participar, por considerarla una elección fraudulenta (lo que luego fue el sustento de la tesis jurídica de la presidencia interina), con lo que Nicolás Maduro ganó la elección al candidato “opositor”, Henry Falcón. Pero luego, a los meses, se decidió participar en la elección de gobernadores: Juan Pablo Guanipa ganó la elección en el Zulia, pero nunca fue juramentado, porque decidió no juramentarse ante… la Asamblea Nacional Constituyente.

Ejemplos como estos podrían multiplicarse en estas casi dos décadas.

La constante necesidad de “retomar” la ruta electoral

Ha sido una constante que cuando alguna estrategia política diferente a la electoral ha fallado —protestas, abstención, presidencia interina, etc— se plantee la necesidad de “retomar” la ruta electoral, como si esta hubiera sido desechada por un grupo de fanáticos. En realidad, cada una de las estrategias políticas diferentes a la ruta electoral ha sido una respuesta a la frustración que supone que no haya habido manera de que la ruta electoral conlleve a un cambio político, en condiciones justas y de integridad electoral.

Por ello, se ha producido con los años un círculo vicioso: la ruta electoral no permite un cambio, fundamentalmente porque está viciada desde el mismo CNE —lo que produce frustración— lo cual conlleva al planteamiento de nuevo de la ruta electoral que había sido desechada —ruta electoral que de nuevo fracasa— y que conlleva a nuevas frustraciones —lo que a su vez lleva a nuevas estrategias diferentes a la electoral. Y así, de forma cíclica. Desde 2003, cuando el propio CNE estableció trabas que retrasaron por casi un año la celebración del referendo revocatorio en 2004, del cual salió airoso Hugo Chávez, hasta este 5 de mayo de 2021.

El capítulo 2021

Siguiendo esta tradición, el agotamiento de la estrategia de la presidencia interina colocó de nuevo el tema de la ruta electoral en la discusión política. Lo que ha supuesto un nuevo capítulo de esta novela trágica venezolana. El argumento, en resumen, ha sido: “fracasaron los atajos, debemos retomar la ruta electoral para construir una nueva mayoría que lleve a un cambio político”. Como quiera que ciertamente para este año corresponde celebrar elecciones de alcaldes y gobernadores, el oficialismo también puso el tema en la discusión pública.

Ahorrando el resumen de lo que ha pasado en las últimas semanas, la Asamblea Nacional electa en 2020 designó ayer a los cinco rectores principales del CNE. De esos cinco rectores, dos —Roberto Picón y Enrique Márquez — son señalados como personas más o menos cercanas al espectro opositor. Es un CNE “equilibrado”, se ha dicho desde buena parte de la opinión pública. Sin embargo, políticos, analistas y académicos han denunciado que el proceso de nombramiento no respetó las normas constitucionales y legales aplicables. 

La realidad es que las decisiones en el CNE, por diseño institucional, no responden simplemente a una mayoría de tres a dos. Hay decisiones sensibles del proceso electoral que toman funcionarios a quienes se les otorga competencia para decidir unilateralmente, como ocurre con las decisiones que toman la Junta Nacional Electoral, la Comisión de Registro Civil y Electoral o la Comisión de Participación Política y Financiamiento. Por ello, que dos de los cinco rectores pertenezcan al mundo opositor no es una circunstancia que deba generar más alegrías de las que razonablemente cabe esperar.

De tal manera, lo que tenemos al día de hoy es este escenario: una Asamblea Nacional cuya elección fue desconocida por la oposición y buena parte de la comunidad internacional ha designado un CNE al margen de la Constitución y la Ley, y un CNE en el que dos de los cinco rectores principales son considerados figuras del mundo opositor. Una buena parte de la dirigencia política, de los analistas y de la comunidad internacional ven esta designación como “un primer paso” que debería llevar a un camino electoral que, eventualmente, lograría un cambio político en Venezuela.

Entre otras, una consecuencia práctica que se derivará de este cuadro es que el oficialismo solo “reconocerá” a aquel sector de la oposición que esté alineado con la ruta electoral que el propio oficialismo está dibujando. Ello va a impactar sobre posibles “negociaciones”, sobre cuáles son los temas que la oposición puede colocar en la opinión pública, y sobre cuáles son las expectativas que los venezolanos debemos tener de cara a una solución de la crisis política, económica y social. Además, toda esta situación va a ahondar aún más unas diferencias que se han generado en la oposición, y que han crecido con el desvanecimiento de la estrategia de la presidencia interina.

Una conversación sustentada en la verdad

Como esta película la hemos visto varias veces en Venezuela, pareciera más serio y responsable reducir significativamente las expectativas sobre la “ruta electoral” que de nuevo se comienza a transitar.

Lo primero es reconocer con honestidad intelectual que en Venezuela no hay condiciones de integridad electoral. Para que pueda haber elecciones libres, se requiere que se cumplan un conjunto de condiciones que hoy no existen, y que están resumidas, entre otros estudios, en este Informe sobre propuestas de reforma electoral en Venezuela, preparado hace unos años desde la UCAB.

Entonces, habiendo aceptado eso, corresponde plantearse si una ruta electoral sin condiciones de integridad electoral puede ser útil para algo. Aquí, por supuesto, la conversación se complica más aún, al descender a los casos particulares.

Una de las razones por las cuales se ha concluido que hay que retomar las elecciones, es para cuidar los espacios municipales, y algunos otros que puedan lograrse, por ejemplo, a nivel regional. El argumento es más o menos así: prefiero un alcalde opositor en El Hatillo, o en Baruta, o en Maracaibo, o en San Diego, a uno del oficialismo. Es un argumento difícilmente refutable.

Desde los partidos políticos, se dice con frecuencia que sólo la ruta electoral permite mantener con vida las estructuras partidistas, que se desvanecerían de otra manera. Suena convincente.

Así podría haber otros argumentos.

Lo que no parece serio es intentar convencer a los venezolanos de que “retomar” la ruta electoral —luego de haber fracasado en todo lo demás— es un “primer paso” para volver a construir una “nueva mayoría” que nos llevará a una victoria nacional, que supondrá un cambio político para la mejora de la vida de los venezolanos. La única vez que la oposición desde 1999 ha logrado una victoria nacional fue en diciembre de 2015, con la Asamblea Nacional: que se recuerde, ese Parlamento solo logró que se publicara una Ley en la Gaceta Oficial en cinco años, la Ley que prohibía el uso de teléfonos celulares en las cárceles. Que el oficialismo “reconozca” eventualmente una victoria electoral no significa que el vencedor podrá ejercer luego su poder. Juan Pablo Guanipa es un vivo ejemplo de ello.

Por ello, si como país vamos a “retomar” la ruta electoral, lo primero es exigir que la discusión pública sobre ello se sustente en la verdad, y en unas expectativas ajustadas a esa verdad.