Nos merecemos crecer sin terror

La historia de silencio de la muchacha a quien llamaremos Laura habla de la necesidad de nombrar lo innombrable y del poder de las complicidades en torno al abuso

Tenemos que ayudar a que nuestros hijos sepan qué es el abuso, qué es aceptable y qué no, y cómo hablar de eso si se encuentran en peligro

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

En estos días en que surgen historias de abuso en un nuevo ciclo del #MeToo venezolano emergen a la par preguntas sobre el silencio. Se cuestiona el silencio de las víctimas: “¿por qué ahora y no antes?”. Se cuestiona el silencio de los colegas o amistades de quienes son acusados, que parecieran hacerse la vista gorda frente a comportamientos abusivos cotidianos. Por qué guardan silencio las víctimas y por qué tantas personas ocultan lo que observan o ignoran sus sospechas. Junto a estas preguntas surgen los mea culpa y los llamados a pensar en que la víctima podría ser tu madre, tu hija, tu hermana, como si la dignidad de las personas importase solo cuando hay algún tipo de lazo consanguíneo o afectivo. 

Es decepcionante el argumento de que la empatía se reivindique solo a partir de las filiaciones afectivas, pero hay algo más espeluznante en estos comentarios.

Resulta que hay una altísima probabilidad de que en efecto tu madre, tu hermana, tu hija, tu prima, tu novia, tu vecina, tu maestra, cualquier mujer de tu vida, haya sufrido múltiples formas de violencia de género repetidamente.

Y el llamado a pensarlo vale no solo para los varones, a los que pedimos ponerse en el lugar de una mujer, sino también para nosotras, las mujeres, quienes muchas veces conocemos las historias de otras y compartimos estrategias de apoyo, pero también muchas veces guardamos silencio

No es ningún secreto que desde niñas crecimos entre violencias cotidianas, aprendimos a navegarlas y en cierta medida a normalizarlas. Pequeñas violencias como los comentarios lascivos y piropos callejeros que vivimos desde la adolescencia temprana. Y diseñamos pequeñas estrategias de defensa, como las de las chicas de quince años que acuerdan en el patio del recreo no salir solas a agarrar la camionetica, porque saben de un tipo que le da vueltas a la escuela en un camión. 

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A veces las estrategias son más simples y vienen de un terror en las entrañas, como el que sentí a los once años, cuando un día esperaba que me fueran a buscar al conservatorio y el vigilante, con el pretexto de mostrarme un sitio desde donde podría ver mejor cuando llegara mi papá, me arrinconó en una azotea oscura y sola. A mis once años reconocí en ese terror a una suerte de aliado que era verbo y no sustantivo, y me impulsó a salir corriendo. Vi a ese vigilante tres tardes por semana entre los once y los catorce años, y guardé silencio. Simplemente mantenía la distancia, naturalizaba el miedo y le decía a mis amigas que no se quedaran solas cerca de él.

Todas entendíamos y normalizábamos el terror. No teníamos las palabras para nombrar lo que sabíamos y no hubo adultos ni adultas con quién validarlo.

Mi silencio a los once años, y el de mis compañeritas, tienen un correlato aún más íntimo. Basta escudriñar historias familiares para encontrarse silencios aún más hirientes, como los que una amiga entrañable desenhebró conmigo hace algunos años. Laura (es un seudónimo) me contó cómo su padrastro abusó de ella a lo largo de su adolescencia. Las hermanas de Laura, también adolescentes, lo sabían, y hasta donde se lo permitían sus capacidades protestaban, incluso a gritos. Laura dejó de comer para quejarse por aquello que se tornó innombrable. Un día se escapó, y por años le dolió profundamente el silencio de su madre, a quien también amó profundamente. 

Con el tiempo se enteró de que ese silencio trascendía generaciones en su familia. Hurgando apenas un poco, se dio cuenta de que la violencia sexual formaba parte de las experiencias de vida de las generaciones que la precedían. Los silencios se materializaban en viejas y nuevas violencias sufridas por primas lejanas, tías, hermanas, abuelos que en algún momento habían sido víctimas o victimarios. Estos silencios trascendieron además como profundas soledades. Porque hay pocas cosas que nos aislen más que la sensación de indefensión y la falta del vocabulario para nombrar lo que se torna innombrable.

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Yo conozco de cerca el terror que sentí a los once años. Es una suerte de antena corporal que me ha salvado más de una vez. Revela cierta barbarie que ese terror me haya salvado varias veces. No hay mérito en ello y es una señal más de cómo hemos interiorizado las violencias que navegamos desde antes de tener palabras para nombrarlas. Pienso que nos merecemos crecer sin terror. Y pienso además que en lugar de proponer a otros que imaginen que fuese su madre, su hija o su hermana, podemos más bien examinar nuestras propias historias y conductas y nuestras historias familiares y afectivas. 

Hay que revisar los silencios y cuestionar los patrones de comportamiento que provocan las complicidades tóxicas y los dolorosos aislamientos, de los que muy probablemente formamos parte hasta sin saber. No se trata de una caza de brujas, sino más bien de una decisión clara: identificar el rol que jugamos en este duelo colectivo y hacernos cargo.