Cómo contar un desastre

Ocho crónicas de tragedias colectivas, de maestros del género, muestran cómo abordar una conmoción que afecta a una sociedad por entero

Los desastres naturales como el terremoto de Haití, como muchos grandes eventos históricos, también dejan grandes historias sin una gota de ficción

Foto: Gregory Bull, AP

“Una de las grandes diferencias que tenemos con respecto a los (otros) animales es la capacidad de contar historias (…). Esto nos ha permitido evolucionar. Es parte de nuestra genética. El ser humano está hecho para contar historias y para escucharlas”, dice Paul Steiger, ex director de The Wall Street Journal.

No hay dudas de que el desarrollo de la humanidad ha ido de la mano con la idea de contar historias. Por eso hoy disfrutamos de una película, un documental, una novela, una canción, una noticia y hasta de un chisme. La diferencia fundamental es que unas son verdad y otras, ficción.

En la cuarentena mundial, desde los miles de terabytes demandados a Netflix hasta la efusión de hilos de Twitter en una especie de Decamerón del siglo XXI dan fe de nuestra afición innata por el cuento, que entretejen un relato mayor: el de nuestro momento histórico.

Decía Benjamin Bradlee, histórico editor de The Washington Post, que el periodismo es el primer borrador de la historia. Y esa historia, igual que muchas tantas, también requiere de chispa e ingenio para contarla con inquebrantable rigor. Son importantes las cifras de infectados, muertos y recuperados. Las medidas preventivas. La vocería oficial. La multiplicidad de actores “políticos, económicos y sociales”, pero como toda historia: pierde interés si todos cuentan lo mismo todo el tiempo de la misma forma.

El Covid-19 ha sido otra gran oportunidad para que el periodismo trascienda los relatos, enfoques y formatos de siempre, y mire hacia un sinfín de universos inexplorados. Hay millones de historias que, desde su individualidad, aguardan expresarse en un relato mayor, invisible para la pacatería formal. 

Contemos, pues, este momento histórico con la responsabilidad que nos atañe, escribamos relatos que merezcan ser recordados. Solo así contribuiremos a que en la historia cobren valor sus millones de aristas. 

Aquí, algunas piezas de periodismo narrativo que enseñan otras formas de contar una tragedia, siguiendo dos máximas que aprendí de uno de mis maestros, Sinar Alvarado: “no se miente al lector” y “no se aburre al lector”.

El sabor de la muerte, Juan Villoro

Con una narración que alterna entre la visión en primera persona y un lente panorámico nacional, el periodista y escritor mexicano Juan Villoro condensa en este relato la forma como los chilenos vivieron el terremoto del 27 de febrero de 2010. El ágil solapamiento de narración y descripciones breves pero pulidas emula un plano secuencia que recrea los segundos de aquel movimiento telúrico que modificó el eje de rotación de la Tierra. Un relato que se alterna no solo con el pánico más allá del hotel en el que el escritor estaba, sino con el momento político del país, las primeras hieles del tsunami posterior, el sensacionalismo de la televisión, la pobreza y el oportunismo en la desgracia.

Esta crónica inspiró a Villoro a escribir un texto más extenso sobre este mismo hecho: 8.8: El miedo en el espejo, en el que recoge microrrelatos, experiencias de sobrevivencia y confesiones que dan forma a una de sus principales reflexiones: cómo la desgracia hace que las personas relativicen todo lo que, segundos antes, tenía importancia en sus vidas.

Madre busca, Leila Guerriero

En esta entrega, la periodista y escritora argentina Leila Guerriero hace gala de su prosa y de su sagacidad periodística para contar el camino al juicio contra funcionarios públicos argentinos por la “tragedia del Once”, accidente ferroviario del 22 de febrero de 2012, entre cuyas causas se contó la desinversión estatal.

Guerriero se desprende de la tentación narrativa cliché de contar la tragedia a partir de los números —52 muertos, 800 heridos— para centrarse en la vida de María Luján Rey, madre de Lucas Menghini, uno de los jóvenes fallecidos. Una elección nada azarosa. Guerriero cuenta desde el accidente hasta el inicio del juicio a partir del universo particular de Luján, quien dejó de ser profesora de Geografía para convertirse en la líder activista de un movimiento que exigía más que una indemnización por la muerte de su hijo. La construcción de este personaje de no ficción refleja una investigación periodística que dibuja a la protagonista sin perder el foco de la tragedia. Los testimonios de dolor, angustia, impotencia y sed de justicia convergen alrededor de las familias Menghini y Luján, donde se oye el eco de cientos de personas que lograron que un “accidente” se visibilizara como lo que realmente fue: una tragedia fruto de la desinversión y la corrupción del kirchnerismo.

11-S: Caminando por NY después de la emboscada, Boris Muñoz

Imagina una toma subjetiva. Una cámara en primera persona y, de ahí, una grabación sin cortes para retratar un desastre. Esta idea, igual a la de un Call of Duty cualquiera o películas como El Proyecto de las Brujas de Blair, fue la que utilizó el escritor venezolano Boris Muñoz para recrear a Nueva York luego del atentado terrorista del 11-S.

Dos días después de la desgracia, cuando la ciudad caminaba como zombi y la polvareda apenas amainaba, Muñoz se adentraba en el corazón de Manhattan para tomar el pulso de una urbe cosmopolita que empezaba a (re)conocerse. Personas caminando con máscaras para respirar; gente sin apetito en los restaurantes; expresiones de dolor, miedo e ira contenidas en puñados de testimonios recogidos al aire; ecos de la zona cero —en la que nadie se atrevía a recoger nada porque sería un sacrilegio—; y hasta volantes que pedían cuidar a las mascotas de personas desaparecidas. Todo ello en un plano secuencia de 3.403 palabras difíciles de dejar de leer.

Los sonidos del 11-M, Cadena Ser

En la era de la segunda vida del podcast y de la casi obligatoria transmedialidad, la multiplicidad de formatos y soportes que ofrece internet abre un sinfín de posibilidades para contar historias. Trascender a las formas tradicionales y aprovechar las ventajas de otros soportes para, rigor periodístico mediante, narrar hechos y ofrecer perspectivas.

Verbigracia es este trabajo de la Cadena Ser, en España, que apela a los recursos multimedia para ofrecer un panorama completo de los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004 en ese país. Un compendio de audios in situ, reportes de periodistas, declaraciones políticas, un mapa de Madrid con ubicación de cada acontecimiento narrado, además de fechas, horas y fotografías, recogen en siete minutos las primeras 85 horas desde la explosión del primer vagón hasta el final de la jornada electoral de aquel 14 de marzo.

«Es difícil mantenerse a flote», Dhruv Khullar

Infinidad de caracteres se han escrito y miles de (¿gigas? ¿teras?) bytes han corrido por la red en solo meses desde la aparición del SARS-Cov-2, y aun así, muchas de las historias de la pandemia se concentran, con justa razón, en las víctimas. Pero si algo nos ha enseñado la historia y el periodismo es que un relato jamás estará completo sin una multiplicidad de ángulos.

Esto bien lo sabe The New Yorker, revista con abolengo en el arte de contar historias de no ficción, que en esta oportunidad hace uso de su sección Medical Dispatch para registrar este momento desde una perspectiva que pocos exploran: la de los médicos.

Mucho se habla de su heroísmo y de aplausos a balcones llenos, pero la revista trasciende a lo evidente y ahonda en la perspectiva humana de quien salva vidas, en sus miedos, reflexiones e incertidumbres ante una enfermedad en la que fungen como primer frente. Aquí, una de las varias entregas del despacho, cortesía del médico familiar Dhruv Khullar.

Un niño manchado de petróleo, Joseph Zárate

Una vez más, un equilibrio potable entre literatura y periodismo. El periodista Joseph Zárate incursiona en la Amazonía peruana, y más propiamente, en la vida de un niño indígena de 11 años, para contar uno de los peores desastres ecológicos en ese país: la ruptura de un oleoducto que vertió cerca de medio millón de litros de petróleo al río Chiriaco.

Pero el relato, lejos de una solidaridad automática con el ambiente, con la comunidad o con un niño cualquiera, es el punto de partida para denunciar cómo Petroperú intentó tapar el desastre, cómo explotó a las comunidades indígenas con pagos miserables por ayudarlos a descontaminar el río sin implementos de higiene y seguridad, la vista gorda del gobierno peruano y la paradoja del “desarrollo” alrededor del petróleo. Todo parte de la mirada de un niño, Osman Cuñachí, el mismo que una ONG mostraba en afiches por todo el país para mostrar que, en realidad, los indígenas se enfermaban por sacar petróleo en condiciones inseguras.

Esta crónica gana el premio Gabo en la categoría Texto en 2018.

Haití revisitado, Maye Primera

“El periodista debe estar donde ocurre la noticia”. Puede que este mandamiento del oficio esté incompleto, pues, la contraparte del axioma sería que, si la noticia deja de serlo, ergo, el periodista no debe estar. He ahí el error.

Este parece haber sido el razonamiento de la periodista venezolana Maye Primera, quien cuando cesó el encandilamiento los reflectores por el terremoto de Haití de 2010, un año después, visitó la isla para escudriñar la realidad por la que tantos lloraron y prometieron infinitas ayudas.

El texto de Primera es una auditoría de promesas, sí, pero también un ejercicio de justicia. Cuenta lo que está igual (o peor) que cuando el terremoto, pero también para decir lo que ya era una calamidad. Cuenta la pléyade de samaritanos que arribaron a la isla —desde organizaciones humanitarias hasta charlatanes sanadores—, de la ayuda internacional a cuentagotas, que no termina de llegar por la burocracia y la corrupción de un gobierno ilegítimo (¿te suena familiar?). Cuenta cómo todo empeoró con el cólera, pero que ya existía la pobreza, las violaciones intrafamiliares y el vudú como instrumento de persecución política.

El periodismo inventó el seguimiento para eso, que también es noticia. Parece que el primer mandamiento siempre estuvo en lo correcto.

Los olvidados del Casita, Carlos Salinas

¿Qué puede ser peor que un desastre natural de grandes proporciones? Otro desastre natural, en el mismo tiempo y espacio, causado por el anterior. Esto fue lo que sucedió en el municipio nicaragüense de Posoltega en 1998, luego de que el diluvio causado por el huracán Mitch generara un deslave que borró diez comunidades completas y el rastro de miles de personas. El veterano cronista escribe otro capítulo de esta historia nueve años después para contar la vida de los sobrevivientes, personas que ahora viven en comunidades cercanas y que ahora enfrentan el deslave de la desidia gubernamental.

La aproximación periodística de Salinas es a la prevalencia de la memoria. A la denuncia persistente. A entender que la tragedia no se fue con el huracán, sino que empezó ahí. Que los planes de inversión quedaron en el papel y en la memoria de una comunidad sin posibilidades de desarrollo; porque si el deslave les llevó el presente, el desoído del gobierno les quitó el futuro. La apuesta de Salinas es por la visibilidad de la injusticia, y de la espinosa sobrevivencia de un pueblo que, entre el trauma y la sonrisa, aún aguarda la esperanza.