Volver a vivir en Venezuela

Andrés Palencia ya contó la historia de su demencial aventura como confinado por el régimen al regresar de Brasil. Ahora describe cómo intenta adaptarse al país que le resulta casi desconocido luego de dos años fuera

"Lo más impactante para mí ha sido ver lo que me parecía imposible en Venezuela: que se regule el abastecimiento de la gasolina"

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Los treinta grados son los mismos que podía sentir en la isla de São Luís en la capital del estado de Maranhão en Brasil. Sin embargo la montaña que se divisa al fondo, tras la ventana, me recuerda que no estoy allá, que hace tres meses regresé a Venezuela. Al terminar mis estudios de maestría, ya sin beca, sin trabajo y con la pandemia, mi retorno se hizo irreversible. Sí, estoy en mi cuarto: veo la señal borrosa e intermitente en la pantalla de mi televisor. Escucho el ruido del aire acondicionado que solo sirve para expirar aire natural (o sea, caliente). Tomo un vaso de agua, también natural, pues hace unas semanas atrás se dañó el motor del refrigerador. Aspiro el olor a humo del vecino que cocina con leña. 

Somos una acumulación de cosas a medio funcionamiento, de escombros, una acumulación de chatarra.

En una casa donde todos dependen de un salario como trabajadores de la administración pública, se hace muy difícil reponer lo que se va averiando. 

Para sobrellevar la situación intento pensar que todo esto es temporal, que pronto regresaré a Brasil bajo las condiciones que sea. Pienso (o intento pensar) que estoy en unas breves vacaciones, una interrupción temporal de la vida normal. De alguna manera he tenido que crear mi propio método de sobrevivencia. 

A diferencia de los últimos años en que viví en el país, en los que me involucraba activamente con la realidad política, asintiendo a marchas y manifestaciones en contra del autoritarismo gubernamental y siguiendo cada noticia de la realidad nacional, ahora mantengo distancia para que no me arrastre la frustración que me acosaba entre 2014 y 2017. Invierto muy poco de mi tiempo en ver noticias; después de todo la realidad nacional se padece diariamente, y los políticos (¿de oposición?) solo buscan generar en sus discursos una (¿falsa?) esperanza de restauración democrática a la cual prefiero no aferrarme. 

Las ruinas interiores

Al recorrer las calles de San Felipe percibo un semblante particular en el rostro de las personas. Se trata de una extraña seriedad: doliente, de cansancio, de agotamiento. Se palpa en el ambiente un clima de resignación. A pesar de que durante dos días del mes de septiembre se presentaron una serie de protestas en varios municipios del estado, la euforia de estos sucesos, que por aquellos días tuvieron cierta resonancia a nivel nacional, se disipó rápidamente. Siento que lejos está el espíritu combativo, la efervescencia de los años anteriores, cuando en un sector de la sociedad nos sentíamos parte de un posible cambio, de estar siendo parte de una historia gloriosa que empujaba al desfiladero a un sistema despótico y autoritario para dar paso a nuevos bríos libertarios. Sabemos que nada de eso ocurrió y en cambio fuimos muchos los expulsados al vacío por ese sistema que se combatía. Expulsados a la penumbra del desarraigo y el exilio.

Más allá del aspecto de las personas, en el ambiente todo parece adquirir un tono opaco, grisáceo, como una especie de ruinas silenciosas: el color desgastado de edificios y casas abandonadas, las paredes sucias y maltrechas de las edificaciones, la aglomeración de basura en los espacios públicos, el silencio de las calles solitarias.

También existen otras ruinas latentes: las ruinas interiores. Las heridas que se han traducido en sueños quebrados y desesperanza.

Fisuras y rasgaduras que se van agudizando y extendiendo con el paso del tiempo. La madre que pierde la esperanza de ver a sus hijos nuevamente. Las reuniones familiares, cumpleaños y celebraciones que ya no se realizan y que van formando parte del pasado. El hijo que quiere ayudar a su familia en Venezuela y no puede. Los que no han podido ni podrán enterrar a sus padres. Los niños que crecen viendo a sus padres en una pantalla de videollamada. La fractura familiar manifiesta en la ausencia de muchos en las efemérides especiales. El dolor del migrante ante los tratos discriminatorios lejos del hogar. El “todo está bien mamá, no se preocupe” cuando las cosas realmente no andan bien. Los años que no podrán recuperarse. 

Estas quizás sean las heridas y ruinas más profundas.          

Lidiando con la oscuridad

En cuanto a la comercialización de productos y alimentos, algunas cosas han cambiado respecto al momento en que me fui. No hay más bachaqueros (revendedores de productos adquiridos a precio subsidiado por el Estado), no hay colas fuera de los establecimientos para comprar artículos de primera necesidad, ahora es posible observar locales de venta de productos alimenticios por doquier. Esto parece ser un avance en relación con los años anteriores, cuando la escasez de alimentos y productos básicos era altísima. Claro que solo un grupo muy reducido de la población puede abastecerse lo suficiente como para cubrir sus necesidades básicas. 

Al caminar por el centro de la ciudad algunas cosas llaman mi atención. Los locales comerciales que antes eran zapaterías, pizzerías, restaurantes, tiendas de ropa ahora exhiben en sus vidrieras productos como harina de maíz, arroz, pasta, aceite, mantequilla. Algunos de estos establecimientos optan por compartir su exhibición entre comida y ropa. Otros optan por alternar su mercancía y mientras una semana colocan en sus mostradores solo artículos de vestir, la siguiente cambia todo y solo exhiben productos alimenticios. Todo esto da cuenta de que la mayoría de la población invierte el poco dinero que tiene en comida, la compra de productos de otra índole representa un lujo en una economía hiperinflacionaria y con un poder adquisitivo de los más bajos del mundo.

Mis días transcurren entre apagones de energía eléctrica de tres a cuatro horas por día. No hay forma de saber cuándo nos quedaremos sin el servicio: a veces ocurre en la tarde, otros días en la noche. En las noches sin luz eléctrica me invade un sentimiento mezclado entre rabia, tristeza e indignación. Intento no abatirme con pensamientos negativos. Hay días en que intento mantenerme firme y resistir a la situación, como una noche en que a oscuras continué con un trabajo de traducción a la luz de una vela. Sin embargo, hay momentos en que mi voluntad se quebranta: hay ocasiones en que el corte de la electricidad llega a extenderse por más de diez horas.

En esos momentos a oscuras, en casa, veo como el resto de mi familia adopta una actitud un tanto tranquila e indiferente. Conversan, colocan música en sus teléfonos, como si nada extraño estuviera ocurriendo, solo esperan el momento en que la luz retorne. En esos momentos no sé si sentirme bien por no acostumbrarme a semejante situación o sentir que no tengo la suficiente fortaleza para sobrevivir a este estado fallido en el que se ha convertido el país. Pienso que ellos saben llevar mejor el desastre que yo, después de todo ya han pasado por muchas situaciones similares (o peores) y han aprendido a lidiar con ellas. 

Aunque intento no pensar demasiado en el asunto, hay días en que no puedo evitar pensar en lo que podría hacer en esas horas desperdiciadas a oscuras si el servicio eléctrico fuera eficiente. Pienso en mi sobrina de trece años que crece acostumbrada a los apagones como parte de su cotidianidad, pienso en los años en que todo este desastre podría durar. Sí, hay días en que pienso mucho. 

Dentro de todas las carencias de los servicios básicos en el país, me siento “afortunado” por tener internet wifi en casa. La verdad, se trata de la señal de internet que desde la casa de una tía llega hasta la nuestra. Esto ha sido un gran alivio, pues en nuestra casa desde hace varios meses no hay internet porque robaron los cables de fibra óptica y la empresa del estado que “presta el servicio” nunca ha resuelto la situación. El internet de la casa de mi pariente es de una empresa privada, sin embargo solo hace poco se restableció la conexión, pues también había una avería en el sistema que por meses no se reparó. Hubo que pagarle una cantidad en dólares a un empleado para motivarlo a arreglar un “servicio” por el que se seguía pagando sin recibirlo.

La tentación de volverse a ir

En mi retorno he intentado aprovechar para compartir y reunirme con familiares que desde hace mucho tiempo no veía, sin embargo algunas circunstancias van trucando mi propósito: un tío decidió irse entre caminando y “pidiendo cola” hasta Colombia. Él estaba en Ecuador y en una breve visita familiar a Venezuela en febrero quedó atrapado en el país por la cuarentena. Logró entrar a Colombia por caminos no oficiales, por las conocidas “trochas”, sorteando el paso restringido oficialmente por las autoridades del vecino país. No tuve tiempo como para reunirme con él.  

Otra cosa ocurrió con un primo con quien pude reencontrarme después de casi tres años. Aunque también estuvo viviendo dos años en Ecuador y Perú, decidió regresar hace un año y desde entonces resiste todos los embates de la crisis nacional para continuar viviendo en el país. Luego de ejercer por diez años como profesor en una escuela pública, hoy se dedica a vender panes, pues como me comenta, “con lo que vendo en un día hago más que el salario mensual de un profesor”. Asi logra mantenerse y darle de comer a su hija.

El control y la dependencia estatal en la vida cotidiana se han intensificado.

La bolsa de comida distribuida por el gobierno llega cada dos meses si se tiene “suerte”. El gas doméstico es prácticamente imposible conseguirlo por otros medios que no sea a través de la distribución que está bajo la coordinación del consejo comunal. Al igual que la comida, las “bombonas” de gas las llenas cada dos o tres meses. Solo usando la mayor parte del tiempo una cocina eléctrica conseguimos dosificar el uso del gas mientras esperamos el próximo llenado. 

Pese a esto, lo más impactante para mí ha sido ver lo que me parecía imposible: que se regule el abastecimiento de la gasolina. Lo que antes yo había experimentado con la escasez de productos alimenticios de primera necesidad ahora se trasladaba al combustible, y en vez de filas de personas ante comercios, ahora hay largas colas de carros en las postrimerías de las estaciones de servicio. 

Volver a Venezuela me está resultando un ejercicio de paciencia y de fortaleza mental. Cualquier psique es susceptible de quebrarse ante las condiciones y situaciones a la que diariamente nos vemos expuesto los que estamos aquí. Con las fronteras cerradas, más de una vez me acecha la tentación de salir del país por mecanismos ilegales, volver a Brasil a continuar mis estudios de doctorado. Sin embargo, prefiero esperar a que el flujo fronterizo se restablezca oficialmente. 

Mientras tanto escribo estas líneas antes de que la electricidad o el internet sean interrumpidas abruptamente. Ojalá estas breves vacaciones terminen rápido.