Una dolorosa encrucijada en Bélgica

Esta historia ilumina otro matiz de la vida adentro y afuera que hoy encara la sociedad venezolana: lidiar con la oportunidad imprevista de quedarse en otro país, pero a un costo que puede ser demasiado alto 

"Me sentí sin opciones. No me atreví a quedarme indocumentada. No sé si tendré la oportunidad de volver"

Foto: Sofía Jaimes Barreto

Déjame atravesar el viento sin documentos

Andrés Calamaro

 

—Si decides quedarte en Bélgica, te quedas ilegal, sin papeles. Yo te recomendaría salir del espacio Schengen por entre tres y seis meses para luego volver y hacer tu trámite.

Esas fueron las palabras del abogado en esa oficina en Bruselas. Así que, o me quedaba indocumentada en Europa o regresaba a Venezuela. 

Yo realmente quería quedarme. Ya me había hecho a la idea de no volver a Caracas, de separarme de mi familia y dejar mi proyecto de carrera artística en stand-by. Pero al final opté por lo segundo: por regresar. Aunque pensaba que tendría la oportunidad de hacer teatro latinoamericano en Europa, y que eso hasta podría ser algo necesario, no quise quedarme sin papeles, así que regresé.

¿Por qué Bruselas?

Mis tías colombianas viven en Bélgica desde hace más de veinte años. Cuando se enteraron de que iba a España por una gira teatral, me invitaron a Bruselas a pasear, a conocer la ciudad y de paso a ellas. Pero también con la idea de que viera si quería quedarme. Los argumentos eran los de siempre: “En Venezuela ya nada hay que puedas hacer, es mejor que te vengas. Aquí los venezolanos tienen las puertas abiertas”.

Así que, después de pasar un mes en España, recorriendo ciudades y presentándome con Tropical —la obra de teatro con la que mi agrupación fue a varios festivales— tomé un vuelo a Bruselas desde Madrid. 

Como en el aeropuerto no había ningún control para vuelos provenientes del mismo espacio Schengen, el acuerdo entre varios países europeos para no tener control de fronteras internas entre ellos, por lo que no tuve que mostrar documentos ni invitación, absolutamente nada. 

La aproximación familiar se produjo de inmediato. A gran parte de mi familia de allá no la conocía porque emigraron hace mucho tiempo. Digamos que para ellos no es nada extraño esto de las situaciones límite: la mayoría había salido de una Colombia destrozada por el narcotráfico y con Pablo Escobar como figura del momento.

Se cuecen habas

En mi primer día en Bélgica, fui a la Gare Central de Bruselas con una de mis tías. Ella insistía en que el centro era muy inseguro, pero no pensé que lo dijera en serio. Estacionamos el auto y en la primera cuadra que caminamos vi a un hombre caer por las escaleras de una gran tienda. Se rompió la nariz con el pavimento y salió corriendo. Detrás de él venía un musculoso guardia de seguridad con un arma en la mano: era un robo. Mi tía me miró con esa expresión tan latina de «te lo dije».

Mientras caminábamos, mi tía no hacía más que repetirme que debía tener la cartera adelante y que no debía sacar el teléfono nunca. Entramos a algunas tiendas, comimos. Había mucha gente. Empezó a anochecer y mi tía quiso que volviéramos pronto a casa. Me pareció exagerada, pero cuando íbamos al estacionamiento, de la nada estallaron dos peleas callejeras en la misma calle. Mi tía me dijo: “Es el modus operandi, no te quedes viendo, avanza rápido y agarra tu cartera.” Tenía razón. Mientras unos peleaban para llamar la atención de la gente, otros abrían bolsos y carteras. Unos se percataban y otros no.

Así que en pocas horas había visto un robo, dos peleas callejeras y varios intentos de hurto, algunos exitosos. 

“¿Esto es el primer mundo? —pensé—. Devuélvanme a Caracas, al menos allí conozco a mis malandros”. Con ese susto inicial dejé de idealizar Europa. Allá y aquí pasan esas cosas. Puse los pies sobre la tierra y pude percibir un poco más allá de lo que desde lejos suponía perfecto. 

Sin embargo le di otra oportunidad a la Gare Central. Fui otro día con otra de mis tías y nada pasó. No vi situaciones que me afectaran ni que me hicieran sentir en riesgo. Solo tranquilidad y frío. 

Cada historia es distinta

Me di un tiempo entonces para recorrer Bélgica, también para reunirme con venezolanos que viven allí y saber cómo han marchado sus vidas. 

Me reencontré con un amigo de la infancia, un cirquero, que tiene más de siete años afuera, cinco de ellos en Bélgica. De inmediato me di cuenta de que su modo de ser simplemente cuadraba mejor con la gente y la vida de Bélgica que con las de Venezuela. Fue siempre una persona muy particular,  un poco incomprendida en el país, y en el colegio le hacían bulling. Él no piensa en Venezuela. No añora. Se encontró y encontró su paz en ese país y no siente culpa por ello. Me pareció una persona plena. La última vez que vino a Venezuela se quedó sin ganas de volver: ya no entiende nada y la economía inestable de la que hacemos chistes para él es intolerable.

Me reuní también con una mujer increíble de 41 años, licenciada en Idiomas Modernos de la Universidad Central. Esta es su segunda estancia en Bélgica. Lleva dos años allá y no se acostumbra ni al frío ni a la humedad. Su cuerpo resiente la ausencia del sol y de vitamina D. Vive engripada, pero al menos está tranquila, sin sobresaltos por las fallas de luz y de agua a cada instante. Recuperó los siete kilos que había perdido en Venezuela por la dificultad de encontrar comida. Por ello, a pesar de que no le gusta especialmente Bélgica, y odia su sistema burocrático, prefiere estar allá. Añora y se siente extranjera. Creo que si hubiera esperanza de que las cosas cambiaran, sería una de las primeras en querer volver. En verdad nunca quiso irse, lo hizo por amor, porque se enamoró de un belga. Hoy enseña francés a migrantes en Bruselas.

Por último me vi una noche con una chica de 22 años que había llegado a Bélgica dos semanas antes y optó por pedir asilo humanitario. Al día siguiente de su llegada, se presentó en el comisariado e hizo el trámite correspondiente. Me contó que estuvo un año en Ecuador y no logró que la contrataran en ningún lado, a pesar de tener la nacionalidad ecuatoriana. Así que cuando su tío le ofreció irse a Bélgica, ella ni lo pensó: dio el salto de una. Para ella la decisión fue fácil, aunque sabe que al tener un asilo humanitario no podrá volver a Venezuela hasta que el régimen caiga, y también que en algún momento le quitarán el pasaporte venezolano para que pase a ser residente en carácter de asilo. Pero podrá ayudar más a su familia y va a aprender nuevos idiomas. Y nada de eso la hace sentirse menos venezolana. Está entusiasmada y dispuesta a hacer lo que le toque. Cuando la vi, iba por su segunda cita migratoria; solo le faltaba una para ver si la aceptaban como asilada.

Mi intento

Luego de estos encuentros, y con la insistencia de mis tías, decidí buscar información legal con asistentes sociales y abogados, pensando optar a un asilo humanitario, como mi amiga. Fui a la Casa de América Latina a presentar mi caso y expliqué todo, pero la persona que me atendió fue muy clara: 

—Llegaste a Europa por España, no por Bélgica, así que eres problema de ellos. Puedes presentar tu asilo y tener familia acá, pero te remitirán a España. Además, llevas un mes y medio en suelo europeo, ¿por qué no lo pediste antes? Porque estabas trabajando y paseando, eso no suena a que estés en riesgo. Tu caso es débil.

Me dolió mucho. 

Busqué una segunda opinión, un abogado especializado en trámites migratorios, y me dijo lo mismo, pero con más suavidad. Me explicó que si quería intentarlo de nuevo, lo mejor sería presentarme al comisariado en los primeros ocho días de mi llegada, para que el caso fuera más sólido, y que debía llegar directamente a Bélgica, no a otro país. Pero tendría que esperar seis meses para hacerlo.

Me sentí sin opciones. No me atreví a quedarme indocumentada. No sé si tendré la oportunidad de volver. Y descubrí que uno es caído de la mata, o que al menos yo lo soy. ¿Por qué no se me ocurrió buscar información respecto a cómo emigrar a Bélgica antes de ir allá? ¿Por qué no tuve la idea de pedir asilo? ¿Por qué no hice trámites de registro de mis títulos pensando en homologarlos? En esos días hasta la burocracia venezolana me pareció más amistosa que la belga.

Llegó el momento de regresar. Días antes mis tías compraron un montón de comida y de ropa para que me trajera a Venezuela. Yo no podía casi con la angustia. Cuando abordé el avión en Madrid me sentí triste y fracasada. El vuelo a Venezuela estaba casi vacío; si había cincuenta personas era mucho. Pero la mayoría de las conversaciones que escuchaba eran quejas y chauvinismo: que la vida en esos países era muy dura, que nada había mejor que Venezuela y que era preferible pasarla mal, pero en el país de uno. 

Yo los escuchaba y me sentía como una apátrida. Hubiera querido quedarme en Europa. 

Ya llevo varias semanas en Caracas y me ha sido difícil reencontrarme con el caos. No habían pasado ni doce horas de mi retorno a casa cuando se fueron la luz y el agua. En ese viaje entendí que realmente la estamos pasando mal en este intento de nación. 

¿Qué hacer ahora? Buscar trabajo y seguir haciendo teatro. Y sí, tratar de hacer más giras afuera. Porque ahora mi mente mira más hacia afuera que hacia aquí.