En un Estado colapsado crece el suicidio de niños y jóvenes

El hijo de Rosa por poco se lanza de un puente. Algo quebró su estabilidad emocional. Una patrulla de la PNB pasó y lo detuvo. En 2019, en Venezuela, 88 niños, niñas y adolescentes no corrieron con la misma suerte

Las condiciones del país intensifican cualquier condición mental

Foto: Composición por Sofía Jaimes Barreto

—Entró al cuarto y soltó esa frase: “Adiós, gracias por todo”. Sus ojos decían mucho. Se veía determinado. Se había puesto unos jeans, unos zapatos de goma y una chaqueta. Aunque me invadió el miedo, no sé qué me pasó que no lo detuve. En el fondo no quería reconocer que él mismo se haría daño. Simplemente se despidió y se fue.

Esto es lo que recuerda Rosa (nombre falso; ocultamos el de verdad para protegerla a ella y a su familia). 

No pasaron 20 minutos cuando la llamaron a su celular. Respondió de inmediato y la voz que estaba al otro lado de la línea le dijo: 

—Buenas noches, ¿hablo con la señora Rosa? Tenemos a su hijo retenido, intentó suicidarse.

—No me parecía a alguien echando una broma —dice Rosa— . No creía que mi hijo pusiera a uno de sus amigos en eso. Así que no subestimé la llamada y le respondí al funcionario que ya íbamos para allá. Increpé a su papá de inmediato: por qué lo había dejado salir. Me vestí apurada, lloré mientras lo hacía, y salimos apurados hacia el puente La Gaviota, en el kilómetro cero de la Carretera Panamericana, al sur de Caracas.

Los dos, mamá y papá, iban agarrados de la mano, en silencio, en medio de la oscuridad y del confinamiento. Salieron sin tapabocas. Caminaron cinco cuadras hasta llegar al puente y ahí encontraron a cuatro funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana rodeando al muchacho. Él estaba sentado en la defensa de la isla, cabizbajo. Su papá aceleró el paso hacia él y lo abrazó. 

Rosa dijo que se quedó a un canal de distancia. No podía cruzar la vía. El dolor la partió en dos. 

—Vi a su papá abrazarlo y a mi hijo llorando y diciendo: no pude hacerlo. Eso es lo más duro que me ha tocado vivir. Los policías, entre ellos una mujer, nos observaban, como buscando respuestas. Uno nos comentó: “Denle gracias a Dios que veníamos pasando, si no, hubiesen tenido que ir a buscarlo en la morgue”. Ahora es que recuerdo esas palabras despiadadas, tal vez en ese momento no las entendía, solo quería salir de ahí, ahora son como una cruz que llevo encima.

El Centro Comunitario de Aprendizaje Cecodap, en el informe que recopila los datos de 2019 (pero no según cifras oficiales sino a partir de lo que han reportado los medios de comunicación nacionales), publica una cifra alarmante: 88 niños, niñas y adolescentes murieron por suicidios ese año. De esta cifra, 7 decesos fueron niños y niñas, y los otros 81, adolescentes (46 hombres y 35 mujeres).

El hijo de Rosa tiene apenas 18 años, está en el trance de adolescente a joven, y ya quería poner fin a su vida.

Vulnerable

Ese día, narró Rosa, estaba como acelerado, a todo respondía con groserías, irritado. El confinamiento, las noticias del país, las pocas horas de sueño, la inestabilidad del Internet y las conversaciones en la casa donde la queja siempre estaba presente, tal vez fueron el cóctel que causaron su inestabilidad emocional. 

Él es un muchacho inteligente, está en la universidad, tiene muchos amigos y, aunque hemos estado lidiando con sus cambios de humor y ánimo, ese día se le hizo un llamado de atención, se puso violento, gritó y lanzó todo a su paso. Su papá tuvo que forcejear con él para calmarlo. Gritaba que se quería morir. Sus ojos estaban transformados. Se veía como impotente, que quería decir las cosas que lo ahogaban, pero solo dijo “me voy, no me van a ver más nunca». Todo fue muy rápido.

Su infancia fue buena, como su adolescencia, dice Rosa, que luego de un mes de ese acontecimiento no reconoce el punto de quiebre. 

Esa noche no dormí, le preguntaba a mi esposo tantas cosas, incluso si habrían abusado de nuestro hijo, no descartábamos las drogas, buscábamos comprender todo lo que pasaba, nos culpamos. Luego nos abrazamos. Él me decía que intentara dormir, pero ¿cómo? Yo pensaba en buscar ayuda psiquiátrica, psicológica. A cada rato me venía a la mente la frase de mi hijo: “No pude hacerlo”. Desde ese día, me levanto y pienso que si se hubiese lanzado estaría sin mi hijo hoy.

Eso fue el 25 de abril, un día marcado en la familia de Rosa como algo oscuro, algo que quedó en el silencio, una cruz que los atormenta, pues ahora saben que su hijo es vulnerable y que hay un entorno social que lo hostiga, quebranta su dignidad y amenaza su futuro. 

Norma Barreno, psiquiatra y parte del equipo de Atención Psicológica de Cecodap, dice que Latinoamérica tiene la tasa más alta en este tipo de violencia: entre un 9,5 % y un 12,5 % de las víctimas de suicidios son infantes y adolescentes. 

En la última década esto se ha incrementado dice Barreno. En nuestro caso, las cifras tal vez se llevan como reporte criminalístico y no documentan las causas, que pueden ser diversas. Hay incluso regiones que pueden ser más agresivas por situaciones de disparidad en las familias, niños que se quedan con cuidadores que tienen problemas de adicción, también está el acoso escolar, el fracaso en los estudios y el distanciamiento en las comunicaciones. Cualquier agravante del estrés lo hace un blanco fácil.

Pero hay algo más que analizar, que ahora es una tendencia, dice la psiquiatra: para muchos adolescentes en Venezuela la vida no vale nada y la solución es la muerte.  

Por eso hay que construir tolerancia a la frustración, revisar los proyectos en familia, establecer referentes parentales, conocer un poco más al entorno. De lo contrario el panorama puede ser muy sombrío. En muchos de nuestros países va a haber un aumento de esta patología pues son muchos los problemas que generan episodios psicóticos; incluso hasta la falta de agua, es un detonante. El niño es el reservorio de las crisis, por tanto es importante la educación, la institucionalidad y mantener un discurso desde la esperanza.

Uno de cada 25

La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera el suicidio no solo como muerte por causa externa, sino también como violencia, pues es una forma de ataque ejercido no contra otros, sino por la persona contra sí misma, quien resulta víctima y victimaria al mismo tiempo. Esta organización de Naciones Unidas dice que es una de las tres principales causas de muerte no accidental en el mundo, y que por cada persona que se quita la vida, hay 25 que lo han intentado.

La OMS viene alertando sobre el aumento de las víctimas de suicidio adolescentes y jóvenes. La tasa promedio mundial de suicidio es de 11,4 por cada cien mil habitantes. Los hombres tienen dos veces más tendencia a cometerlo que las mujeres. En el ámbito mundial, es la segunda causa de muerte en personas de 15 a 29 años. 

Gloria Perdomo, educadora y defensora de los DDHH de niños, niñas y adolescentes, piensa que es bien importante que lo que se diga sobre el tema en Venezuela no conduzca a una sentencia. 

A los niños, niñas y adolescentes les ha tocado experimentar privaciones vitales, situaciones de abandono, pérdidas importantes para ellos, algunas veces familiares, amigos muy queridos, les ha tocado separarse y eso también afecta. Ese deterioro de vida no es cualquier cosa. Si perjudica a los adultos, también a los adolescentes. 

Explica que si un chico salía en transporte público antes de la pandemia ahora lo hace a pie. Si en su casa cocinaban con gas, en estos momentos usan leña o consumen alimentos fríos. 

En un mismo país les ha tocado ver cambios importantes y dramáticos, por eso experimentan tensiones y episodios de estrés. 

El hijo de Rosa, por como ella lo cuenta, tiene sus necesidades medianamente cubiertas. Su casa es una burbuja, aun con los problemas y las carencias, el muchacho está protegido, pero ahora ella entiende que no nadie es impermeable a lo que pasa. 

Hay cosas que necesita alcanzar y vivir, fuera de la casa, con sus amistades, una novia, la recreación, el deporte, las fiestas, un buen trabajo, ¿cómo hacemos para que alcance ese bienestar? —se pregunta Rosa.

Antes había escuchado de una amiga de su hijo, que se había tomado unas pastillas. 

No sé qué está pasando. Pareciera que sienten que no tienen futuro, se sienten solos.

De esta historia y su contexto hay que sopesar a dos cosas: un intento de suicidio y un Estado colapsado. Rosa recordó que uno de los policías notificó de la situación a su supervisor por radio y ella escuchó cuando le indicaba: “Bueno, dales la charla correspondiente y toma fotos para el registro”. 

Pensé que me llamarían al día siguiente para hacer seguimiento, o que me recomendarían  alguna institución para llevarlo. Eso nunca ocurrió. En medio de la cuarentena, lo que hemos hecho es tratar de conciliar en casa y buscar algunos consejos en Internet.

La red pública de salud en Venezuela está desmantelada, y la especializada en salud mental no corre mejor suerte. En el país hay 12 hospitales psiquiátricos y 78 centros de atención ambulatoria en psiquiatría y en todos el panorama es similar: intermitencia en la entrega de medicamentos, daños en la infraestructura, déficit de personal especializado, fallas en la dotación de equipos, insumos y alimentos. El Servicio de Psiquiatría para Niños y Adolescentes de los hospitales Jesús Yerena (Lídice) y J. M. de Los Ríos, están cerrados. La atención psiquiátrica privada es también insuficiente y carísima.

Perdomo recuerda que durante muchos años hubo un Instituto Nacional de Psiquiatría Infantil (Inapsi), y en cada Dirección Regional había un Servicio de Salud Mental. Pero todo eso quedó en el abandono. El Estado debe mantener y promover esos servicios en cada región, así como varias ONG, como el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap) han creado servicios de atención mental similares. 

Si el Estado tiene presupuesto para comprar uniformes, balas, armamento, y aparecer ante la opinión pública como país potencia —apunta Perdomo— , debe mostrar lo mismo en lo social, ese es su deber, como lo establece la Constitución.

Seguir sus pasos

Gloria Perdomo recuerda que es importante aliviar el sentimiento de abandono y combatir la afirmación de que la vida no tiene sentido o que no se tiene valor como persona. Se debe reforzar el reconocimiento. 

Hay una clave importante: la participación. Hay que tomar a los hijos en cuenta, hacerlos presentes e involucrados en la toma de decisiones. Explicarles que hay dificultades con la comida, con los servicios y no decirles que «la vida es bella». También, hay que pasar tiempo con ellos y no ser hostiles.

Tal vez mientras Rosa busca recomponerse de su quiebre, hay otra familia en confinamiento que lleva su propia cruz. Ahora ella lo tiene claro: algo le pasó a su hijo, y se relaciona con su salud mental. Trata de que reine la paz en su hogar, le sigue dando su espacio, y de vez en cuando muestra más interés en lo que está leyendo, escuchando o viendo en la computadora. 

Es una dinámica en la que está involucrada toda la familia. No es vigilancia, no es evitar que el muchacho elija su camino ni sofocarlo, es cuidar de su entorno para que al final de este día esté a salvo. 

Él no será parte de las estadísticas —me dice segura.