¿Por qué la ciudad?

Construir un país que funcione pasa por tener urbes incluyentes. Eso es tan importante que requiere un Plan Ciudad

La promesa de la ciudad sigue incumplida, como una inmensa deuda social

Foto: @alborde

Cuando la angustia apremia, pretendemos que unas pocas respuestas impulsen un cambio que en verdad sólo se concretará y sostendrá si encaramos muchas preguntas que remuevan prejuicios, muevan energías y promuevan opciones. Preguntar y responder se complementan pero son distintos, y sin entenderlo volveremos a confundir lo urgente con lo importante.

Sería torpe, si no ruin, negar la importancia de lo urgente en una emergencia como la nuestra; pero también ignorar la urgencia de lo importante para identificar lo que nos tiene y mantiene en ella. Estudiar la compleja trama de asuntos interdependientes de la realidad, exige equilibrar indagación y concreción, trascendencia e inmanencia, sistemas y síntomas, para advertir, como dijo Armando Rojas Guardia, «la sinfonía de detalles cotidianos en los que [la expresividad del mundo] se concreta». 

No se trata de un juego intelectual ni la tarea es exclusiva del liderazgo, sino de todos.

Cada quien debe aportar lo que pueda, pero, quizá, ante todo debe alertar sobre rumbos erráticos, ofrecer opciones y exigir responsabilidades. En el tema, y muy literalmente, se nos va la vida. 

El Plan País, la iniciativa política y técnica más importante de estos años, se concibió, ejecutó y presentó como disección analítica de la realidad en capítulos, cada uno a cargo de especialistas notables y con propuestas concretas. El método es usual, pero incompleto para describir y atender un hecho tan múltiple como la vida, sin una síntesis que integre las partes en un todo mayor que su simple suma. 

Quizá por premura, por la diversidad de temas a considerar, por cierto pudor sobre la vaguedad de los valores que prioriza una supuesta certeza de los índices o por reducir el rescate a términos económicos (aunque sabemos de la distancia entre bonanza y progreso en medios social e institucionalmente desarticulados), el Plan abunda en tácticas pero carece de una estrategia integradora. 

Estrategia integradora que, por la continuidad e interdependencia de lo urbano, habría aportado asumir la ciudad como eje del plan. Pero asombra (y preocupa) que el tema sea sólo un apartado más en el que lo infraestructural priva sobre lo estructural, la cuantificación de viviendas sobre la cualificación del hábitat, y que sean tan escasas las referencias a la jerarquía cívica del espacio público.

Pero ¿por qué la ciudad?

Primero, y no sólo por enunciación sino como prioridad moral, porque la promesa de la ciudad sigue incumplida, como una inmensa deuda social. En el siglo XX, tras la esperanza de progresar personal y familiarmente en un entorno urbano con trabajo, vivienda, servicios, salud y educación improbables en el medio rural, se incrementó mundialmente la migración del campo a la ciudad, pero más en el tercer mundo y, particularmente, en Venezuela.

Parte del sueño se cumplió cuando no pocos lograron buenos empleos, aprendieron nuevos oficios o celebraron la graduación del primer profesional en la familia. Pero se frustró cuando más de la mitad fue expelida a terrenos desechados y tuvo que improvisar viviendas en lo que, inexacta pero repetidamente (tema para otro día), llamamos zonas “marginales” o “informales”. Esa exclusión nos disloca física, social, simbólica y operativamente a todos: no hay célula a salvo en un organismo severamente descompuesto.

Sin embargo, pocos entre quienes mudaron aquella miseria rural a esta pobreza urbana retornaron al campo y la mayoría de quienes salen hoy del país lo hacen tras una promesa similar en otras latitudes. 

Y es que, como una crónica propia, la ciudad muestra el acontecer humano, sus acciones, relaciones y manifestaciones para que el niño identifique lo que quiere ser cuando crezca (Kahn dixit) y todos articulemos un relato que nos implica, explica y ubica. La tesitura de esa interacción impulsa o inhibe valores, aspiraciones y prácticas de convivencia como modelos personales y colectivos que, aun en esta extraña “nueva normalidad”, conforman la urbanidad. Bloquear, censurar, obstruir o ideologizar esa fluidez de lo cotidiano mediante cualquier forma de presión o extorsión conspira contra esa espontánea, didáctica y continua vitalidad y califica como crimen de lesa ciudadanía. 

Como trazas simbólicas, la ciudad construye las presencias espaciales que constituyen nuestras vivencias temporales; y viceversa. En lo urbano identificamos lo que sentimos propio y apropiado y lo que objetamos, lo que tenemos, queremos, tememos y nos proponemos. Obrando políticamente, la ciudad caracteriza y jerarquiza los intercambios que aloja para impulsar ideas que en ella se conciben, comunican, difunden, debaten y ejecutan. El poder conoce bien esa fuerza y por eso busca ahogar toda protesta. Es un deber ciudadano contener tales desmanes exigiendo el derecho a ejercer la ciudad y todos sus asuntos con intensidad democrática.

Como suma fructífera, la ciudad reúne personas disímiles, en labores diferentes, creando bienes variados y con visiones distintas (complementarias o contrapuestas, pero siempre entrelazadas) que comparten conocimiento, estimulan creatividad, potencian avances, integran esfuerzos, vinculan acciones, acuerdan propuestas, amplían posibilidades y aumentan producción. Esa polifonía, unidad no uniforme de lo ciudadano, es la riqueza material, intelectual, evidente e inmanente de la ciudad. Jamás es sencillo y siempre es frágil ese balance entre independencia e interdependencia, pero él sostiene y nutre, como noción, aspiración y concreción, nuestra civilidad.

Y en términos prácticos, la ciudad es origen y destino de todos los campos de actuación humana pues en ella confluyen demandas y ofertas, planes y acciones, servicios y escasez: todo lo que hacemos, vemos y usamos se origina en la ciudad o se dirige a ella. En la ciudad se estudia, produce, intercambia, piensa, transita y progresa para hacer cierta su promesa o, al contrario, se ignora, quiebra, niega, reprime, inmoviliza, colapsa y mengua hasta que, aislados y temerosos, sucumbimos al desánimo y la abandonamos. Porque la ciudad congrega o disgrega; los encuentros y desencuentros que ella motiva pueden honrar o pervertir nuestra calidad de vida como acto social.

Como asunto de Estado, corresponde a la ciudad estimular lo ciudadano, lo democrático, la civilidad y lo social, para asegurar el acceso equitativo a más y mejores bienes materiales y culturales.

Ello demanda planes aptamente meditados pero audazmente creativos que entiendan que lo urbano suele operar y cambiar más velozmente que nuestras comprensiones, capaces de inspirar vínculos que, como la ciudad, siempre y a la vez, muten y persistan. La ciudad no es un hecho sino un proceso, y exige cuidar con dedicación sus muchas oportunidades para que cada nueva promesa no cause un fracaso más.

Para eso los funcionarios deben garantizar continuidad sin continuismo y los ciudadanos atender todo lo que, por efecto o por defecto, nos involucra. De eso trata el difícil mas indispensable equilibrio que llamamos institucionalidad y que la vivencia de la ciudad permite conocer y reconocer.

Porque es resultado de esas relaciones, la ciudad reseña, a veces crudamente, nuestra unión o nuestras grietas. Sólo una ciudad incluyente construirá un país eficaz y eso se propone pensar un Plan Ciudad. Afortunadamente, hacerlo traerá más preguntas exigentes que respuestas sedantes, pues examinar la ciudad es escrutarnos para entendernos, sin obviar lo que pueda parecer obvio.

Entre esas preguntas exigentes, y para vivir y hacer vivir este objeto dinámico de diversos objetivos, ¿qué es una ciudad? 

Este es el segundo ensayo de la serie Notas preliminares hacia un Plan Ciudad.