Cruzar el puente sin mirar para abajo

Una depresión puede agarrarte en Venezuela e irse contigo en la maleta de la emigración. Aquí el testimonio de una joven médica que ha podido dejarla atrás

"Todavía no sé si dejar el país según me encontraba fue la mejor idea; lo que sí sé es que mi primer contacto con Europa estuvo lleno de lágrimas y apatía"

Foto: Intervención digital de un retrato de Héctor Poleo

De no haber nacido en Venezuela sería una persona de esas que tienen el lujo de una vida aburrida. Lamentablemente, a mí me moldearon cosas como la cara de angustia de mi mamá el 11 de abril de 2002 mientras veía la televisión.

Cuando Chávez llegó al poder, yo tenía nueve años. Y cada vez que ganaba, en mi entorno solo se hablaba de una cosa: era el llegadero. “Ahora sí nos jodimos”. “Nos fuimos a la mierda”… Y tanto.

De manera que crecí en un estado de hiperestimulación. Todo era cada vez más y más preocupante. Aprendí a tener miedo del presidente, de los hombres que caminaban solos por las aceras, del ruido de las motos, de cualquiera que se sentara a mi lado en el autobús (la única vez que me descuidé, me robaron a punta de pistola). “Avísame cuando estés en tu casa” era la única forma de despedirse de la gente.

El peligro estaba en todas partes y existir era un acto temerario y hasta rebelde.

Traté de vivir a pesar de todo y, hasta mi graduación en la Escuela de Medicina de la Universidad de los Andes, Venezuela fue para mí llevaderamente anormal

Eso cambió muy rápido. Antes de darme cuenta estaba viendo al monstruo de la miseria a los ojos. Pacientes, más pacientes. Todos niños, todos lloraban. Decenas de ellos al día, enfermos, de padres enfermos. Se rascaban, era sarna. Tenían hambre, no tenían dinero. Llegaban incesantemente. “No hay yelcos”, “no hay adrenalina”, “no hay salbutamol”. Cientos de horas, durante meses y meses. Protestas, muerte. Despedí uno a uno a mis amigos (no eran muchos). No hay luz, no hay agua. Había que comprar dólares. “Mareca, tienes que irte”. “¿Qué vas a hacer con tu vida?”. “¿Ya apostillaste?”.

 

Cuando estaba fuera de casa, me encerraba en los baños a llorar. No dormía. Tenía miedo, mucho. Pensamientos obsesivos me despertaban de madrugada casi siempre a la misma hora. Miraba el celular: 3:00 am. Otra vez, otra noche más. Durante meses. Por las mañanas seguía con mi vida y así logré ignorarme lo suficiente para seguir trabajando. El colapso no era una opción.

En algún momento, se me hizo buena idea morirme. Al principio no demasiado, la muerte se convirtió en el escenario en que escapaba de mis problemas. Problemas que muchas veces ni siquiera habían surgido. Mi mente solamente me mostraba los peores escenarios incluso ante los inconvenientes más pequeños y a medida que veía a mi alrededor más cosas “malas”, o me pasaban, los pensamientos suicidas se hacían más frecuentes.

Fue muy difícil para mí admitir que me pasaba algo. Me daba vergüenza, tanto, que al psiquiatra iba casi a escondidas. 

Al final, con medicinas y terapia me parapeteé lo suficiente como para terminar el papeleo de la emigración a España y afrontar las despedidas. Todavía no sé si dejar el país según me encontraba fue la mejor idea; lo que sí sé es que mi primer contacto con Europa estuvo lleno de lágrimas y apatía.

No pude contener el desgarro de la separación. Estaba rota. 

De mi paso turístico por París lo que más recuerdo es haber llorado en el Louvre. Y de mis primeras semanas en Madrid tengo recuerdos aún menos gratos. Mis primeros meses en este país se volvieron algo indescifrable: silencios que duraban días, llanto, aislamiento. Poco a poco me alejé hasta de mis mejores amigos y limité el contacto con mi familia. Estaba cada vez más sola, más cubierta de neblina. 

 

Encontrar un psiquiatra en otro país puede ser un desafío, gracias al legado de Chávez, la cosa puede terminar entre vergüenza y frustración. La primera consulta a la que fui resultó en muchas preguntas sobre el sueldo mínimo de mi país y muy pocas sobre mis problemas. A este hombre le daban un morbo increíble nuestras desgracias. 

—Vosotros estáis muy mal allá, es una lástima, sois el país más rico del mundo. Dime, ¿es cierto que no hay medicinas? 

Salí de la clínica llorando desconsoladamente, sintiéndome más invisible que nunca. Me jodió muchísimo la capacidad que tiene Venezuela para despojarnos de nuestra humanidad, de anularnos como personas. De pronto te vuelves un dato curioso, testigo y parte del fenómeno dictatorial más llamativo de Hispanoamérica y poco más.

Terminé en la consulta de un argentino que no me preguntó demasiado pero al menos no me habló de Venezuela y me ajustó la medicación. 

Cuando me encontré mejor, decidí que necesitaba hablar con alguien que entendiese mi sentido del humor.

Volver a consulta (a distancia) con mi psiquiatra de Venezuela ha sido la mejor decisión para mí. 

 

Mi depresión pasó ya hace una vida. Aunque hay una cantidad de pensamientos con los que he aprendido a vivir, ya no me imagino cosas cuando veo los vagones del metro acercarse al andén y cruzo los puentes sin mirar hacia abajo. 

Sé que mi historia no tiene nada de especial. Es la historia de mucha gente que como yo un buen día se dio cuenta de que el futuro había sido robado y empeñado. 

Lo que nos quitaron va más allá de lo tangible; la libertad necesaria para florecer como individuos también la perdimos. 

En pleno 2020, hablar de ir a terapia fuera del ambiente de las redes sociales es asegurarse miradas, críticas y prejuicios. Yo jamás hablé con mi familia de lo que me pasaba, no en detalle.

Tenía miedo, vergüenza y culpa. Eso en mayor o menor medida nos pasa a todos los que hemos dejado atrás a la gente que amamos. Admitir que no lo llevamos tan bien o que necesitamos ayuda puede llegar a ser muy complicado. 

Mi peor temor era seguir en el vacío por siempre. Cuando empecé a sentirme mejor entendí lo que mi psiquiatra quería decirme con sus letanías: “Esto es solo un momento”… “Cuando llegues a ese río cruzarás esa orilla”… 

Ahora sé que incluso el más oscuro de los momentos no tiene más remedio que acabarse.