Cómo destruir una playa y echarle la culpa al cambio climático

El biólogo uruguayo Aramís Latchinián, un experto ambiental que creció en Venezuela y conoce sus costas, cuenta en un libro cómo el discurso catastrófico global se usa para evadir respuestas locales a los impactos del clima

Aramís Latchinián insiste en que más que lo que produzca el derretimiento de los polos en 50 años, hay que ocuparse de lo que hoy producen la contaminación y la voracidad inmobiliaria en las costas donde vive un tercio de la población de América

Foto: Elías Cajina

Un muro en la Costanera de Montevideo colapsa. La explicación pública: el cambio climático produce tormentas que erosionan las playas del estuario del Plata. La razón más probable: el muro tiene un siglo y había que restaurarlo.

Cierran hoteles en la Riviera Maya porque la invasión de sargazos pudriéndose en las playas ahuyenta a los turistas. La explicación pública: el cambio climático calienta el mar y estimula la sobrepoblación de sargazos. La razón más probable: los vertidos del Orinoco y el Amazonas están alimentando las algas.

Una sucesión de vaguadas en la costa norte de Venezuela produce inundaciones que destruyen asentamientos humanos en los cauces de las quebradas. La explicación pública: es el cambio climático. La razón más probable: construir viviendas en zonas donde la experiencia histórica muestra que suele haber deslaves. 

Hay varios ejemplos así en La destrucción costera en América Latina y la coartada del cambio climático, el libro ya disponible que el biólogo uruguayo Aramís Latchinián (con la colaboración del ingeniero Roberto Font) acaba de publicar en Ediciones Punto Cero, una editorial fundada en Caracas y hoy basada en España. Es un hecho más que comprobado que enfrentamos un cambio climático planetario por causa de un efecto invernadero, y que el uso acumulado de los combustibles fósiles son el principal factor desencadenante detrás de eso, pero no todo lo que pasa se puede explicar así, sino por nuestra relación con nuestro ambiente. Si construimos en las quebradas por donde bajan los deslaves, la culpa no es del cambio climático ni de los combustibles fósiles cuando luego una inundación se lleva lo que esté en su camino. Y, como alega el autor, si se multiplican las viviendas y los botes en una población de Florida como Fort Myers, cuando pase un huracán fuerte por la zona habrá más daños, aunque en realidad ese huracán tenga la misma intensidad de uno que pasó por ahí tiempo atrás pero tenía menos que destruir.  

El problema no es la naturaleza, es la vulnerabilidad, sobre todo de la gente más pobre. Los desastres no son naturales, los produce la falta de preparación ante lo que hace la naturaleza.

Y detrás de todo están la búsqueda de ganancia, como sea, con cada metro de playa, que induce al negocio turístico a remover los manglares que protegen a las costas de la erosión, o los vertidos industriales y urbanos en los mares y los lagos, que matan corales y producen la proliferación de algas.

El problema está en lo que Latchinián llama “un discurso global inespecífico” que conecta a científicos, políticos y comunicadores y está llenándonos de miedo con una mezcla de verdades y falsedades, que nos dicen con creciente intensidad que nos dirigimos hacia un apocalipsis. La mayoría se hace la sorda, otros dicen que la responsabilidad humana en el cambio climático es mentira. Otros se dejan llevar por el cinismo de para qué hacer nada si ya todo está perdido. Y en el camino unos cuantos gobernantes o empresarios invocan mediante ese discurso difusos fenómenos globales que les sirven para evadir sus responsabilidades e impedir que se solucionen nuestros problemas ambientales. Lo vemos todo el tiempo, lo acabamos de ver con los destrozos y las pérdidas humanas en la vertiente sur de la cordillera de la costa en Aragua; para el régimen de Maduro, todo es culpa del cambio climático, no de la vulnerabilidad de la población y de la negligencia del Estado.

En palabras del experto, “los responsables locales de las tragedias suelen elegir alternativamente dos extremos argumentales: ‘Se trata de desastres naturales que nadie puede prever’ y ‘Es el cambio climático; por lo tanto, es culpa de toda la humanidad’. Lo único que ambos argumentos tienen en común es que exoneran de toda responsabilidad de las consecuencias desastrosas a los actores locales”.

“Humboldt describió en el siglo XVIII lluvias copiosas y deslaves en La Guaira”, escribe Latchinián en su capítulo sobre la tragedia del litoral venezolano en 1999. “Desde entonces, contamos con reportes frecuentes de fenómenos similares en esa zona. Lo que cambió fue la densidad de las construcciones en la ladera de la montaña y en la ribera de los cursos de agua, la impermeabilización de las planicies de inundación que amortiguaban los caudales extremos, la deforestación y la modificación antrópica del ciclo hidrológico, la pérdida de cobertura vegetal en la montaña y la erosión del suelo. Pero, sobre todo, lo que cambió fue la presencia de cientos de miles de personas en áreas de riesgo, promovida por la ausencia de planificación urbana durante muchas décadas. La vulnerabilidad provocada por los cambios humanos a nivel local fue mucho más significativa que la intensidad del fenómeno natural. Esa fue la verdadera tragedia del estado Vargas. Algunas semanas más tarde, la naturaleza se había calmado, volviendo al equilibrio con una geomorfología más natural, suavizando las líneas que nosotros habíamos artificializado. Solo faltó que la montaña nos preguntara: ¿Entendieron?”

Igual que como hizo con otro libro en la misma editorial, Globotomía, donde clamaba por defender las intervenciones locales basadas en el conocimiento del terreno y las necesidades de la comunidad frente a los problemas globales que se dibujan mediante promedios y totales, Latchinián plantea en La destrucción costera en América Latina varias preguntas provocadoras, a partir de su experiencia y de la investigación disponible. ¿Qué es más urgente para una comunidad costera, la contaminación de sus aguas que pueden oler todos los días, o prepararse para un aumento del nivel del mar según una proyección teórica a nivel planetario?  

Latchinián hace eco de algo que hemos escuchado muchas veces: “Si erramos en el diagnóstico de las causas, no tendremos intervenciones acertadas”.

Los peligros del consenso

Hay autoridades que toman decisiones para quedar bien en los foros internacionales o ante la opinión pública, dejando de lado medidas que sí pueden resolver problemas que no fueron necesariamente causados por el cambio climático, y hay autoridades que se esconden bajo la coartada del aumento del nivel del mar o el calentamiento para ocultar deliberadamente las acciones que sí producen daño: tala de manglares, vertidos tóxicos, amenazas directas a la biodiversidad y los modos de vida de las costas. En el camino siempre ignoran a quienes saben. “La UCV alertó sobre lo que iba pasar en Venezuela con las lluvias, y que se repetiría lo que ha pasado tantas veces”, recuerda Latchinián. “El problema es que no se aprovecha el conocimiento”. Él mismo ha visto cómo lo que ha recomendado trabajando como técnico ambiental por una década en las costas de México termina siendo ignorado. 

Los expertos dicen qué hay que hacer, una y otra vez, pero sus palabras se quedan en el vacío. ¿Por qué? “Hay disciplinas en la órbita del Estado que son básicamente subversivas, que van en contra de la lógica de cualquier gobierno”, explica Latchinián.

“En un sistema de producción y consumo es esencial desarrollar una costa (como Cancún o Chichiriviche), y lo que le ponga freno va en contra de los intereses del Estado, conspira contra el apuro de invertir y desarrollar rápidamente. Cualquier discurso técnico o académico que cuestione la oportunidad de inversión en la playa, será contestado. No era un error desarrollar la Riviera Maya, pero la corrupción brutal de los gobiernos mexicanos hace que su rol se haga irrelevante (frente a quienes alteran la costa para sus resorts) y los técnicos tengan un papel solo testimonial”. Ni siquiera los ministerios de ambiente resuelven el problema, dice Latchinián, que fue director general de Ambiente de Uruguay, porque el ministerio igual es un brazo del Ejecutivo. En su opinión, lo que puede respaldar a los expertos y a las comunidades es una fiscalía ambiental que se enfrente al gran capital turístico e industrial y al Estado que lo protege. Un ejemplo es la Environment Protection Agency de EEUU, que tiene mucha independencia. 

Pero hay algo más ahora, más complejo: los técnicos que se suman a la coartada del cambio climático: “No soy un escéptico ni un negacionista en absoluto, pero el plano del discurso y el lobby de las energías renovables, que tiene un peso inmenso, ha cooptado sectores de la academia, sobre todo en el mundo en desarrollo. Los científicos que tienen un rol más cuestionador del discurso apocalíptico del cambio climático tienen más dificultades para conseguir financiamiento para investigación, porque no están reafirmando las hipótesis prevalecientes. Y si desde la academia dicen que el problema es el aumento del nivel del mar, la autoridad ya tiene una excusa”. 

Y claro que hay un cambio climático y que ha subido la temperatura del planeta, alega Latchinián, pero en el terreno eso no se manifiesta de manera pareja y no siempre es lo más relevante a la hora de entender por qué una población fue devastada o una especie fue extinta. Otro ejemplo que él cita son los incendios forestales: “Históricamente tienden a reducirse, por mayores controles y mayores inversiones para prevenirlos en los países desarrollados. En EEUU hubo un incremento de incendios en algunas regiones, pero cuando se correlaciona con los daños que provocaron, fue mucho más relevante que haya bajado en diez por ciento el gasto en control de incendios durante el gobierno de Trump”. Es decir, las poblaciones afectadas se hicieron más vulnerables por una decisión gubernamental. 

Lo bueno es que hasta el Panel Internacional por el Cambio Climático está haciendo más énfasis en que hay que reducir la vulnerabilidad de las poblaciones ante los eventos climáticos, y menos en el discurso catastrófico según el cual solo se puede evitar la catástrofe mediante metas en realidad inalcanzables. Al final, insiste Aramís Latchinián, “el problema no es la naturaleza, es la pobreza”.