Hambre en la vejez: la pandemia que persiste

Con la cuarentena obligatoria, la gente más vulnerable ante el coronavirus es también la que más difícil lo tiene para alimentarse, sin sus hijos ni nietos, sin ingresos, y sin protección alguna del Estado

María Helena suele acudir a un comedor escolar donde reparten la comida que sobra después de servir a los niños. A veces hay. A veces no.

Foto: Dalila Itriago

El lunes 27 de abril la avenida España de Catia estaba vacía a las 3:00 de la tarde. Un hombre paseaba a su perro a un lado del bulevar. Una joven vendía cigarros en otra esquina, y otras personas permanecían sentadas, distantes entre sí, en los bancos de concreto a las puertas de la estación Pérez Bonalde. El piso estaba cubierto de florecitas amarillas y la parsimonia de esa tarde contrastaba con el ruido habitual en ese lugar lleno de comercios.

Josefina Rincones estaba en uno de esos bancos. Viuda, de 60 años, con cuatro hijos, vive en la avenida La Silsa, de donde se vino caminando para vender un kilo de pasta y otro de arroz que puso en el suelo sobre un pedazo de tela roja. Fue ascensorista en Parque Central y conserje, pero lleva un mes en la informalidad. “El sueldo no nos alcanza para nada, el bono tampoco, y por donde yo vivo nadie tiene para darme. Por eso traigo esto y con la venta compro aliños o café. Sí, antes el gobierno nos entregaba una bolsa con alimentos pero desde hace mucho no llega”, explica Josefina con una voz que se oye lejana detrás de la copa de un sostén azul marino: su tapaboca.

Justo ese día se flexibilizaba la cuarentena para los adultos mayores: ya podían salir entre las 10:00 am y las 2:00 pm. Los que salieron, lo hicieron para buscar sustento.

Cada día termina en hambre

La ONU calcula que 265 millones de personas se enfrentarán a “hambrunas bíblicas” por el coronavirus durante 2020. El director del Programa Mundial de Alimentos, David Beasley, advirtió que no solo nos enfrentamos a una pandemia, sino también “a una catástrofe humanitaria mundial”. Para este organismo un tercio de la población venezolana (32,3%) padece inseguridad alimentaria y necesita ayuda. El 7,9% de la totalidad, 2,3 millones de venezolanos, registra inseguridad alimentaria severa.

La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, Encovi, que hacen la UCAB, UCV y la USB, reveló en sus resultados más recientes, publicados en 2019 pero con números de 2018, que 89% de los hogares en Venezuela no tienen para comprar alimentos suficientes. En este contexto, ¿cuánto riesgo ante el Covid-19 corre el grupo más vulnerable ante la enfermedad, el de los adultos mayores, con una pensión que no equivale ni a cuatro dólares?

En noviembre de 2019, la ONG Convite publicó el estudio “Evaluación rápida de necesidades para las personas mayores en Venezuela”, alimentado con 903 entrevistas personalizadas en zonas rurales y urbanas de Miranda, Lara y Bolívar. Los datos en seguridad alimentaria son alarmantes: 77% de las personas mayores informaron que no tienen acceso a suficientes alimentos; tres de cada cinco de ellas se acuesta con hambre con regularidad; una de cada diez duerme con hambre todas las noches.

El 67% de las personas mayores dependen de familiares y amigos para cubrir sus necesidades básicas. 65% de ellos dijeron requerir apoyo adicional para salir adelante, mientras que 21% siente que no puede hacer nada para lograrlo. Del 23% de las personas mayores encuestadas que viven solas, 95% no pueden acceder a suficientes alimentos, y 81% informó que la comida que tienen al alcance no es la apropiada para sus necesidades específicas.

María Helena Gutiérrez, de 76 años, estaba el lunes 27 de abril frente al liceo Andrés Bello, en La Candelaria, esperando que le avisaran si había sobrado comida del comedor escolar para que le regalaran una ración. De lunes a viernes, la institución educativa entrega un almuerzo a cada uno de los representantes de sus alumnos. Cuando queda comida, se comparte con los abuelos e indigentes que llegan hasta las puertas del liceo. Ese día no sobró y luego de hora y media de espera, María Helena se fue sin nada para su casa, donde vive con dos sobrinas.

“El país está como yo, con hambre y sin soluciones. Cómo es posible que no haya ni gasolina, cuando acá se jactaban de tener las más grandes reservas de petróleo del mundo. Yo vivo es por lo que mis sobrinas compran. Si fuera por mí, ya me hubiera muerto de hambre. Venir acá, a esperar que me den un plato de comida me causa dolor en mi alma, pero el hambre quita esa pena, o la apacigua”, dijo.

La presidenta de la Sociedad Venezolana de Infectología, María Graciela López, explica que todos somos, de alguna manera, vulnerables al virus, pero el problema con los adultos mayores en nuestro país es la desnutrición que suele acompañar a las enfermedades que ya presentan: más del 50% tiene alteraciones cardiovasculares, hipertensión arterial, diabetes o enfermedades pulmonares obstructivas crónicas. Una tormenta perfecta. La desnutrición a cualquier edad produce una demora y una dificultad en la respuesta inmunológica de nuestro organismo ante cualquier noxa (virus, bacteria, microorganismo)”, dice la doctora. “Imagínate un adulto mayor que tiene su sistema inmunológico desgastado por la edad y a eso le sumas que está desnutrido. Esto es como si el paciente estuviera inmunocomprometido”.

Yo vivo es por lo que mis sobrinas compran. Si fuera por mí, ya me hubiera muerto de hambre. Venir acá, a esperar que me den un plato de comida me causa dolor en mi alma, pero el hambre quita esa pena, o la apacigua

El que muchas personas de la tercera edad en Venezuela se hayan quedado solas, luego de que sus hijos o parientes migraran, las deja con menos recursos y más expuestas cuando tienen que salir a buscar la comida. Pero “cualquier miedo palidece frente al hambre”, dice María Graciela López.

Ángel Pérez es consciente de esto. Con 60 años de edad, caminaba por el bulevar de Chacaíto el mismo lunes 27 de abril. Aprovechaba la flexibilización horaria de la cuarentena para lo que en su caso es trabajar: había salido temprano de su casa en La Vega, al otro extremo de la ciudad, para vender cigarrillos y catalinas. Lleva cuatro años como vendedor ambulante. Antes de eso era carpintero.

“Trabajaba en la construcción pero en vista de que a uno a cierta edad no le dan encargos, salí a la calle a hacer algo”, comentó Pérez mientras seguía caminando bulevar abajo. “Si me quedo en la casa me vuelvo loco. Yo tenía tratamiento psiquiátrico pero como me he venido distrayendo, estoy mejor. No, no le tengo temor a la muerte. Somos sus hijos. Acá estamos de paso y para la pandemia lo que hace falta es limpiar el organismo por dentro. Eso rechaza toda inmundicia. Yo creo en la botánica”.

Buscar cupo en un ancianato tampoco es la solución para capear el hambre. Desde hace 19 años Baudilio Vega dirige la Casa Hogar Madre Teresa de Calcuta, en Mamera, y asegura que esta entidad de atención sobrevive gracias a la caridad de la empresa privada. “Aquí viven 80 adultos mayores por el apoyo y el corazón de gente altruista. El almuerzo lo hacemos con las donaciones que nos hace la fundación Barriga llena, Corazón contento. Ellos nos dan los insumos pero ahora no han venido por la situación del Covid-19. El gobierno nos ayuda, pero muy poco. Lo máximo que nos donan es un bulto de arroz, otro de pasta y 36 kilos de harina de maíz. Eso no alcanza. Solo en el desayuno gastamos nueve kilos de harina, porque les damos arepas o bollitos”, dice Vega.

Comentó que hace dos semanas personal del Inass, Instituto Nacional de Servicios Sociales, acudió a las instalaciones de la casa hogar e hizo un operativo médico de despistaje: “Nos tomaron la muestra de sangre, hicieron pruebas de PCR y todos salimos bien. Fumigaron la casa y a cada abuelito le dieron un tapaboca”.

Alexander Monsalve es el coordinador de las entidades de atención de la ONG Convite, en el Área Metropolitana y Miranda. Hace tres años registró alrededor de 120 centros de atención; ahora hay solo 70. “Cuando hablamos con los responsables de los centros nos dijeron que es insostenible mantenerlos. En un principio se disparó la demanda, por toda la gente que se iba del país, pero ahora quién puede inscribir a un adulto mayor allí, si lo mínimo que cobran por cada uno son 300 dólares al mes”, comentó.

Según los datos recaudados por Convite, 90% de los ancianatos de Caracas fueron visitados por personal del Ministerio de Salud para practicar las pruebas de despistaje de Covid-19. Todas dieron negativos. Monsalve ha ido a la mayoría de los centros de atención del Área Metropolitana para entregar donaciones de gel antibacterial, pañales y medicinas, con lo que se ha beneficiado a alrededor de 2.900 personas. Los gerentes de los centros le han dicho que si bien no hay afectados por el Covid-19, ellos tienen severas dificultades para comprar comida, entre otras cosas. “Muchos ancianatos tienen las cuentas bloqueadas y no saben por qué les está ocurriendo esto. Se han defendido mediante la línea de crédito que tienen con algunos locales. Presentan, además, problemas con el suministro del agua, el servicio de la luz, las líneas telefónicas y con el personal, que está agotado porque en su mayoría no ha podido ir a sus casas. Saben que si salen corren el riesgo de no regresar al centro, por las dificultades que hay en el transporte, debido a la falta de gasolina”, indicó Monsalve.

Para Luis Francisco Cabezas, director general de Convite, el riesgo más grande que corren los adultos mayores en Venezuela es de naturaleza emocional. “Vivir todo esto en soledad los somete a un estrés enorme que los lleva a cuadros depresivos. En el informe que revelaremos próximamente mostraremos que hubo un incremento de los suicidios en el país. Esto está ligado al estrés y también a que hay muchos adultos mayores que padecen enfermedades mentales y no se están medicando. Sencillamente colapsan”.

¿Se logró realmente aplanar la curva?

El régimen de Maduro dijo el 4 de mayo que había logrado “aplanar la curva” del contagio. Eso significa que no hay casos nuevos de contagio registrados ni tampoco mayor número de fallecidos, dice el doctor Jaime Lorenzo, especialista en Administración de hospitales y Salud pública, que trabaja como cirujano en el hospital Ricardo Baquero González, conocido como el Periférico de Catia. “Eso es un criterio que utilizas para ir flexibilizando las acciones que has tomado”, explica. “Pero eso está bien cuando la información reviste un 90% de seguridad. Aquí nadie tiene la información salvo el gobierno y los datos que se transmiten a veces pueden resultar contradictorios. Por un lado dices que todo está controlado y por otro hablas de reforzar o extender medidas por un tiempo adicional”. 

Como la mayoría de los consultados, Lorenzo cree que los grandes abandonados en esta pandemia son los pacientes de la tercera edad. Dice que el encierro los aisló más de lo que ya estaban y que son las comunidades, en muy pocos casos, quienes los están ayudando. Advierte que no hay mecanismos para superar esta situación y que lo más lamentable es que no se escucha, a nivel institucional, en ningún medio oficial, que exista algún plan para ellos: “La situación es catastrófica porque dejamos de pensar en las personas y estamos viendo solo los roles políticos o ideológicos. Creo que tarde o temprano la gente cobrará eso”.