Cómo el covid-19, o algo parecido, mató a Pablo

En un país aterrado, los nombres y lugares de esta historia se cambiaron para proteger a la familia. Pero todo lo demás es real: la prueba clandestina, los dólares para todo, el hospital destartalado, la morgue atestada, la funeraria tramposa

La familia de Pablo se fue quedando sin dinero, sin aliento y sin ruegos.

Foto: Composición sobre un estudio de Cristóbal Rojas

Ocurrió en la madrugada del martes 16 de junio, antes de la 1:00 am: Pablo murió sin toser, pese a tener el pecho reventado de miedos. Para no sentir nada, lo hizo dormido, en una posición cotidiana y sabiendo, quizás, que así no podía seguir viviendo. Pudo morir de covid-19 como horas antes lo hicieron al menos otros cuatro pacientes. Nunca fue confirmado: Pablo salió positivo en dos pruebas y negativo en cuatro. Ninguna fue la PCR. Igual dicen que Pablo fue uno más de las cifras de esta pandemia que aún no se terminan de calcular. Dice el certificado de defunción que murió por infección respiratoria y neumonía bilateral. Dicen sus hijas Teresa y Sara que fue porque en ese hospital la gente llega, la miran y se muere.

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A principios de junio, Pablo comenzó a presentar fiebres de 39 o 40 grados. Le hicieron una hematología completa y una placa de tórax. Tenía neumonía y le mandaron un tratamiento con acetaminofén, Fulgram, Decobel, vitamina C, ácido fólico, complejo B, trapitos calientes y la palabra del Señor. Pablo mejoraba unos días y empeoraba otros.

El sábado 6 de junio le hicieron la primera prueba rápida y clandestina de covid-19 en casa: positivo. Ya no les parecía mentira eso de la pandemia en Venezuela. Nadie llamó al Ministerio de Salud. Nadie se iba a llevar a nadie ni al hospital ni confinados a un hotel para estar muriendo solo o entre muertos.

Lo aislaron en un cuarto. Lograron conseguirle un tanque de oxígeno prestado y lo recargaron con 35 dólares. Con 250 dólares nada más, mantuvieron su dieta médica: pollo, agua de coco, plátano, frutas, arepa con queso y Gatorade con agua. Todos los demás ajustaron sus dietas y aún más sus pantalones: máximo dos comidas al día, sea arepa sin queso, pasta o arroz con mantequilla.

También le consiguieron Ceftriaxona. Y empeoró.

El sábado 13 de junio, recargaron el tanque del oxígeno en 55 dólares y lo llevaron a una clínica en el carro de un yerno que tenía gasolina. 

Apenas llegó, le hicieron la segunda prueba rápida de covid-19: negativo. Le hicieron una segunda placa: sus pulmones ya no eran tales. Le hicieron la prueba otra vez, la tercera, la vencida: positivo. 

―Pero ya no nos quisieron atender porque los médicos estaban asustados y no teníamos los recursos económicos ―se lamenta Teresa.

La Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), esa que Pablo necesitaba, costaba alrededor de dos mil dólares. Ya habían gastado algo más de 460 en tan solo medicamentos. Los quinientos que podían pagar en la clínica apenas alcanzaban para mantenerlo por algunas horas en la sala de emergencias. Así fue.

La familia de Pablo se quedaba sin dinero, sin aliento y sin ruegos.

Teresa regateó una ambulancia para llevar a su papá al hospital. 80 dólares, aunque le querían cobrar 180. Nunca logró contactar el servicio de ambulancias de los bomberos. El hospital era la única opción. Quizás su mamá se equivocaba cuando decía: “Si se lo llevan al hospital, se va a morir”.

Mientras tanto, Jesús, el único hijo de Pablo que vive del otro lado del país, estaba en el terminal de autobuses desistiendo del encuentro con su papá. La mitad del viaje costaba 80 dólares y sin salvoconducto, eran 130:

—Llévese dólares en billetes de cinco, diez o veinte. Dependiendo del militar, usted le va dando para que lo dejen pasar ―le explicó un chofer. 

La otra mitad del camino quién sabe cuánto le costaría: “Pero si los hubiese tenido, me hubiese arriesgado”, dice Jesús.

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Recuerda Teresa que cuando llegaron al hospital el domingo 14 de junio. 

—No había cama, colchón, oxígeno, médicos, enfermeras, no había cómo dejar a papá allá. 

Tampoco había suero fisiológico, agujas, yelcos, obturadores, adhesivo, inyectadoras, sábana, cobija, ni siquiera alcohol, cloro, equipos de bioprotección ni mucho menos el respirador artificial tan vital para Pablo.

Lo que sí había era lamentos y el olor de “muertos podridos”, propio de un hospital en donde las atenciones son las mismas si estás vivo que si no.

Por si algún vecino había llamado a Sanidad para reportar el caso de Pablo o por si les preguntaban en el hospital, Teresa, Sara y sus esposos repasaron la historia y el plan que habían acordado: dirían que en casa de papá solo vivían tres personas y, de inmediato, el primero que pudiera llamar a alguien en la casa, debía avisar para que los otros cuatro se mudaran a casa de una tía. El gobierno no se iba a llevar a nadie. Si se los llevaba vivos, regresarían muertos.

A Pablo lo acostaron en una tabla con oxígeno gratis y casi olvidan que seguía existiendo. Estaba con la garganta seca, pero respirando, funcionando, hacía algo peor que morir: estarse muriendo. La señora dos camas más allá murió pidiendo mantenerse con vida, mientras el hospital esperaba su muerte.

Al rato, a Pablo le consiguieron una cama en otro espacio que no era la UCI, pero había que limpiarla. Teresa y Sara templaron sábanas y le dieron una cenita a los enfermeros para que siguieran colaborando con ellas.

En algún momento de la mañana del lunes 15 de junio, por orden de un representante de la OPS, le volvieron a hacer la prueba rápida. Fue la cuarta: negativo. Con el representante de Cáritas, dos pruebas más, la quinta y la sexta. Ambos negativas. Todos le explicaron a Teresa y a Sara que tenían los equipos para atender a Pablo, pero no el espacio, que tenían la disposición, pero no la autorización.

Así que en donde quedó, quedó. Sin vida desde el martes 16 de junio, pero aún con suerte.

—Tiraban unos encima del otro en una camilla pa´ llevárselos a todos al mismo tiempo. Algunos estaban metidos en una bolsa negra ―recuerda Sara. 

Cuando escuchó decir “¡Aquí hay uno!” y “¡Aquí hay otro!”, se asustó: su papá era el otro más y lo abrazó temblando. Pero a Pablo lo envolvieron con la misma sábana y se lo llevaron en la misma cama por el pasillo de los muertos. A Sara le dio tiempo de acomodarle la camisa y se dio la vuelta para caminar hacia el lado de los vivos que sí tenía luz.

Pablo tenía 61 años. En septiembre iba a cumplir 45 de casado. Fue padre de ocho hijos y abuelo de doce nietos. Aunque hipertenso, tenía buen corazón. Tapicero consagrado. Cuatrista bien aprendido y cantante de gracia adquirida. Desayunaba sopa de mondongo los domingos. Fue venezolano.

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Su cuerpo fue retirado en la morgue la misma tarde del martes.

Carmen, otra de las hijas de Pablo, entró, se confundió y no lo encontró. Eran demasiados cuerpos sin vida y sin dolientes, y que olían igual que el hospital. Era el banquete de las moscas. El hombre de la funeraria le dijo: “Vea bien, porque si se equivoca, no hay marcha atrás”. Entonces, Carmen le dijo a Teresa que lo buscara y Teresa fue:

—Mi papá estaba encima de otro muerto y tenía otros dos encima de él. Lo reconocí porque la sábana que tenía era mía… Vértale, menos mal que entré, porque si no, hubiésemos veloriao´ a alguien que no era.

El miércoles 17 de junio, de 8:00 a 9:00 am, fue el funeral para un máximo de diez familiares, pero fueron alrededor de 25. Entraron de dos en dos, con tapabocas y manteniendo el distanciamiento físico, cuando más faltó el abrazo.

A la urna, último mueble del tapicero Pablo, le faltó diseño, acabado y hasta más vidrio. De haberla hecho él mismo o sus hijos herederos del oficio, hubiesen cuidado detalles como tela y costura:

—Papá pagó seguro funerario tantos años y la funeraria no nos quiso dar lo que mi papá pagó. Todo fue tan feo ―dice Sara.

Sin cafecito, sin flores, sin velas, sin responso, sin oración cristiana, sin cantos de alabanza, sin haber afeitado a Pablo, pese a los quince dólares que le pagaron a la funeraria más las afeitadoras que llevó su esposa, salieron al cementerio. Por cincuenta dólares, los veinticinco dolientes que estuvieron en el funeral pudieron estar también en el entierro sin cura ni pastor. Por otros sesenta dólares pudieron echar cemento en la tumba ya ocupada por la madre de Pablo y de la cual ya se habían robado todo.

Tres días después del entierro, el consejo comunal realizó el operativo de pruebas rápidas en el sector donde vivió Pablo. Aunque Teresa y Sara salieron negativo, cumplían la cuarentena voluntaria y la lectura de La Palabra, sobre todo porque los vecinos ni las saludaban ni les daban el pésame. Ahora la siguen cumpliendo: el sector está confinado desde todos los accesos y la esposa de Pablo tiene neumonía.