La epidemia de malaria en Venezuela también requiere apoyo internacional

En el siglo XX, derrotar esa enfermedad fue vital para el desarrollo del país. Ahora tenemos años retrocediendo y no podemos olvidar que este drama se tiene que atender tanto como el covid

La erradicación de la malaria fue esencial para el progreso de Venezuela en el siglo XX. Su regreso es consecuencia de la Venezuela de hoy

Foto: Reuters

Todos en el pueblo hablaban de esa época. Los abuelos que la habían vivido, los padres que presenciaron su hundimiento, los hijos levantados entre relatos y añoranzas. Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasado como en aquel pueblo del Llano. Hacia adelante no esperaban sino la fiebre, la muerte y el gamelote del cementerio. Hacia atrás era diferente. Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los viejos el haber sido realmente jóvenes.

Miguel Otero Silva, Casas muertas

 

Así como los jóvenes de Ortiz, en Casas Muertas —mi libro favorito de Miguel Otero Silva—, añoraban los años anteriores a la serie de epidemias de paludismo que devastaron el pueblo a principios del siglo XX, hoy a los venezolanos con frecuencia nos reconforta pensar en el pasado. El contraste entre la Venezuela prometedora en la que crecieron mis padres y el país del que hoy han escapado más de cinco millones de personas es particularmente claro al estudiar la historia de la malaria —o paludismo— en el país.

Después de siglos atrapado en la realidad descrita por Otero Silva, para 1961 la mayor parte del interior de Venezuela estaba libre de malaria.

La enfermedad había sido erradicada del 68 % del territorio nacional, la mayor extensión alcanzada por un país tropical para ese momento.

Esto fue el resultado de una de las mayores campañas sanitarias realizadas en el continente americano, encabezada por el doctor Arnoldo Gabaldón entre 1936 y 1970. Los esfuerzos de Gabaldón y su equipo permitieron el crecimiento de ciudades y pueblos en las regiones que no tenían petróleo para impulsar su desarrollo económico. La eliminación de la malaria del centro de Venezuela representó una ganancia de más de 400.000 km² de territorio económicamente explotable —el equivalente a conquistar un país el doble de grande que el Reino Unido— lo que se tradujo en un crecimiento demográfico y económico aún más rápido. 

Por eso decía Arturo Uslar Pietri que la transformación de Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX no fue tanto consecuencia del petróleo, sino de la eliminación de la malaria.

La realidad hoy es muy distinta. Venezuela acumula más de la mitad de los casos y el 73 % de las muertes por malaria en América, según las últimas estimaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS). El número de casos por cada mil personas en riesgo en el país es 8 veces mayor al de Brasil. Aunque aún considerablemente menor que en la mayor parte de los países africanos —donde se concentran el 90 % de los casos y las muertes del mundo—, la incidencia de malaria en Venezuela puede compararse con la de algunos países en ese continente que regularmente se benefician de fondos extranjeros para financiar programas de control e investigación contra la enfermedad. 

Sin embargo, a pesar de que la enfermedad ha ganado muchos de los espacios que perdió durante la campaña de Gabaldón, ese antiguo desarrollo económico ahora limita el acceso del país y sus investigadores a los fondos necesarios para hacer algo al respecto. 

En un artículo recientemente publicado en la revista científica The Lancet Global Health, un grupo de médicos y científicos venezolanos y extranjeros describimos cómo Venezuela es hoy en día víctima de los éxitos alcanzados en el pasado contra la malaria.

A finales de la década de los setenta, Venezuela parecía encaminada al desarrollo. La explotación de las riquezas petroleras disparó el ingreso anual per cápita hasta el nivel necesario para que se lo clasificara como país de ingreso mediano-alto. Este grado, determinado por el Banco Mundial, se mantiene en la actualidad, a pesar de que en 2019 más de la mitad de la población venezolana vivía por debajo de la línea de pobreza crítica. La razón es que los datos más recientes usados por el Banco Mundial, son de mediados de 2019, y por eso no toman en cuenta la magnitud total de la contracción económica ocurrida entre 2013 y 2021. Es probable que cuando actualicen los datos este años (usando los de 2020) Venezuela descienda al grado de ingreso mediano-bajo.

La clasificación como país de mediano-alto ingreso limita el financiamiento que muchos grupos y agencias internacionales podrían ofrecerle. Si bien Venezuela es teóricamente elegible en muchos de estos esquemas, en la práctica se prioriza el financiamiento a países con un ingreso mediano-bajo.

Este financiamiento externo resulta fundamental para el control de la malaria en el país. El resurgimiento de la enfermedad, particularmente en las zonas mineras al sur del río Orinoco —desde donde ha sido reintroducida a todos los estados del país— es consecuencia directa de la desinversión del estado venezolano en el programa nacional de malaria. El presupuesto gubernamental destinado al control de la malaria pasó de 9 millones de dólares en 2015, año en que los casos comenzaron a incrementarse de forma más dramática, a menos de mil dólares en 2018 (sí, US$ 1.000, no es un error), de acuerdo con cifras de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Durante ese período, las pocas actividades de control llevadas a cabo en el país fueron financiadas directamente por este organismo.

Aparte del financiamiento limitado por parte de la OPS, Venezuela ha recibido poca atención por parte de otras agencias financiadoras. El Fondo Global (Global Fund to fight malaria, AIDS and Tuberculosis), la más importante de estas agencias —cuyos fondos suelen limitarse a países de ingreso mediano-bajo— aprobó 19 millones de dólares para Venezuela en 2019, de forma excepcional, y basándose en la magnitud de la epidemia de malaria en el país. Estos fondos aunque ya aprobados, deberían comenzar a llegar al país e invertirse en el transcurso de este año.

Sin embargo, en un contexto políticamente tan complejo como el venezolano es fundamental que el uso de estos recursos se someta a un escrutinio internacional. El gobierno venezolano no publica cifras epidemiológicas oficiales de ningún tipo (exceptuando los reportes de covid-19), desde el año 2016. Lo que sabemos sobre la magnitud de la epidemia de malaria viene de los datos que aún se suministran a la OPS, y que son publicados anualmente en el Reporte Mundial de Malaria de la OMS. El primer paso para planificar una política de control racional contra la enfermedad es hacer públicos estos registros y sincerar la magnitud del problema.

Además, la sociedad médica-científica venezolana, con una vasta experiencia en el control de enfermedades tropicales, debe tener un rol protagónico en la planificación, ejecución y evaluación de cualquiera de estos programas, para garantizar que todos los recursos aprobados se usen en beneficio de quienes más lo necesitan, y de forma eficiente, sin discriminación política o ideológica de ningún tipo.

En ausencia de cifras oficiales, es de esperar que los casos de malaria en Venezuela durante el 2020 sean considerablemente menores a los 467.000 estimados por la OMS en 2019. Por un lado, debido al trabajo de algunas ONG, en conjunto con la OPS y los representantes de muchas comunidades indígenas, que llevan las actividades de vigilancia epidemiológica en algunas de las zonas más remotas del país. Pero sobre todo, debido a las restricciones de movilidad causadas por la pandemia de covid-19 y la cada vez más común escasez de combustible en el interior del país, lo que ha reducido el número de personas que viajan —y se infectan— en las zonas mineras del estado Bolívar, el epicentro de la epidemia nacional.

Sin embargo, en ausencia de un programa nacional bien planificado, con amplia participación de la comunidad médica y científica del país, y con los fondos necesarios para llevar a cabo intervenciones de la magnitud requerida por la crisis, no se obtendrán beneficios duraderos. Mientras tanto, nos queda poco más que la añoranza de los jóvenes de Ortiz por un pasado mejor.