“Lo que vino después fue peor”

En 2004 Alexandra Hidalgo sufrió una violación grupal organizada por su exesposo. Él lleva diez años detenido sin condena y un cuarto juicio ha comenzado, pero no se han borrado la huella de ese brutal acto de violencia de género ni el peligro sobre la víctima y su familia

Alexandra Hidalgo jamás ha lamentado hacerle frente al proceso legal de los últimos diecisiete años, pese a las amenazas, a la humillación. 

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

De su matrimonio de catorce años, a Alexandra Hidalgo le quedaron sus hijos. Pero también el recuerdo de cada vejación, de las tantísimas veces que se quiso ir, y de los obstáculos que tuvo que enfrentar para firmar la separación.

Finalmente lo consiguió. Pero el 21 de mayo de 2004, cuarenta y nueve días después de firmar el divorcio, cuando Alexandra Hidalgo salía de sus pasantías rumbo a casa, un grupo de cinco hombres la atrapó.

La llevaron a un lugar aislado donde la golpearon y la violaron. Uno de ellos era Iván Sosa, el hombre del que se acababa de divorciar. Ella lo identificó por su perfume.

Después ese hombre estaba junto a los que amenazaban con matarla si le contaba a alguien lo que le había pasado. 

Lo que sufrió durante el matrimonio fue muy duro, inenarrable —dice Alexandra hoy—, pero lo que vino después fue peor. 

La vida después de la violación

En Teoría King Kong, Virginie Despentes hace un recuento de su vida después de su violación. Detalla la particular violencia de esa noche y el efecto que tuvieron en ella las violaciones de sus amigas años después:  “La violación es algo que te agarra y de lo que después no puedes librarte. La herida de una guerra que se libra en silencio y en la oscuridad”. Despentes cita a su vez a Camille Paglia, que por primera vez “valoraba la capacidad de recuperarse de una violación, más que explayarse sobre la serie de traumas de forma condescendiente”. Al final del ensayo de Despentes, la pregunta persiste: ¿cómo hablar de la vida después de una violación?

En una carta escrita en una noche de insomnio, diecisiete años después de la agresión, Alexandra Hidalgo escribe cómo se siente todavía con respecto a su mente y a su cuerpo: “Cuando me violaron sembraron a mis agresores en mi cabeza. Quedé con un profundo y constante dolor físico y mental. Escuché los comentarios y críticas de personas conocidas, ofensas hasta de personas de mi mismo género. Recuerdo el miedo que sentí cuando llegaron mis resultados de la prueba de VIH, al pensar que esos individuos pudieron haberme enfermado. Eso es lo que significa que abusen de tu cuerpo. Ahora, tanto tiempo después, ya no soy solo víctima de los agresores, sino de un sistema que no funciona, que convirtió mi caso en un número sin nombre, frío, desconocido”.  

En otro mensaje escribe: “También debo agradecer todos los aprendizajes: aprendí a pelear por lo que considero justo”. Se siente nerviosa antes de cada audiencia, y suele escribir para darle orden a sus pensamientos cuando están en ebullición. Cierra la carta con un recordatorio: “Yo existo. Soy un ser humano”.

Todo a la fuerza

Iván Sosa Rivero y Alexandra Hidalgo se conocieron en 1988, cuando él era teniente del Ejercito. Era una persona carismática pero controladora, y a medida que ascendía en su carrera militar acentuaba su crueldad contra Alexandra, que se esforzaba por ocultar la realidad de su matrimonio a sus tres hijos, sus padres, los amigos y los colegas de su esposo.  

Cuando Hidalgo se casó con Sosa, a los 20 años, tenía dos pilares fundamentales en su vida: su familia y su trabajo. 

—Él siempre fue un impedimento en mi carrera —dice con esfuerzo, porque todavía le cuesta hablar de su matrimonio—. Era difícil estudiar porque a él lo cambiaban de ciudad constantemente. Eventualmente, cuando ya estábamos estables en Maracay, el problema eran sus celos, que no me dejaban tener una vida medianamente normal. 

Hidalgo tenía prohibido salir de la casa a menos que avisara con antelación que tenía que ir a la universidad. Sosa le contaba los kilómetros del carro para asegurarse que no se desviara, lo que generó en ella una abrumadora sensación de persecución de parte de su esposo: 

—Sentía que lo veía en todos lados, que había micrófonos escuchándome todo el tiempo. Pero eventualmente, después de muchos años lidiando con el miedo y los obstáculos logré graduarme.

A lo largo de los años de matrimonio él impuso una consigna: “En esta casa, conmigo, es todo o nada”. No existía el espacio del entendimiento, del mutuo acuerdo, de la conversación de una pareja; Alexandra tenía que seguir cada una de sus órdenes y aceptar sus ataques de violencia. Si a él no le gustaba la comida, rompía los platos. Cuando Alexandra se sentía triste, él le recordaba que no se podía quejar porque no era venezolana, sino ecuatoriana de nacimiento, y que aunque este país le había dado todo, ella no había ni siquiera podido terminar de estudiar, como las esposas de los otros oficiales. 

Eventualmente empezó a restringirla: le revisaba y controlaba el uso de su teléfono y le hacía sentir que la espiaba con micrófonos y otros instrumentos de inteligencia de su comandancia; y aunque nunca llegó a amenazarla más que con quitarle a sus hijos, las armas que estaban escondidas en la casa también le recordaban que tenía que mantenerse a raya siempre que él estuviera presente.

Un día, Hidalgo llegó a casa y se encontró con un regalo de Sosa: eran varios monos deportivos, anchos y grises. No podía salir de la casa con ropa atractiva o que mostrara piel. 

Cuando Alexandra decidió separarse, en 2001, él le pidió que no lo hiciera, porque su nuevo trabajo como comandante requería que estuviera casado. Alexandra aceptó, con la condición de que mantuvieran sus vidas separadas. 

—En principio, esto no funcionó así —cuenta—. Él quería todo a la fuerza: relaciones sexuales, que siguiéramos aparentando que teníamos un buen hogar, que lo acompañara a reuniones con los otros oficiales. 

También intentaba ablandarla con regalos: flores, relojes, joyas. Alexandra solo se tranquilizaba contando los días, semanas y meses que había logrado estar lejos de él: 

—Recaer es muy fácil cuando tienes tantas cosas en contra.

Cuando al final consiguió el divorcio, muchas personas cercanas le preguntaron por qué calló tantos años:

—Callé porque desconocía que era una situación de maltrato. Después del ataque, mi hijo me dijo muchas veces que tenía miedo de que pensaran que él era como su papá, cruel, violento y controlador. Pensé en mis hijos y siempre supuse que denunciar o hablar con los medios nos iba a hacer la vida más difícil a todos. Ahora lamento mucho no haber denunciado antes, no haber dejado un precedente legal de quién era él a puertas cerradas, cuando solo yo lo veía. 

Todo en contra

Podríamos decir que las dificultades del proceso legal de una sobreviviente de violencia sexual empiezan con la entrada a tribunales, donde las víctimas deben hacer una cola de hasta ocho horas bajo el sol para entrar al edificio. Pero empieza con la atención médica y policial para hacer la primera denuncia del caso. 

—Yo desconocía los procesos de todo —dice Alexandra—. En la medicatura forense, donde te evalúan después de una violación, no hay ni siquiera información sobre a dónde acudir como victima. La primera falla es que no hay ningún tipo de orientación. La segunda es que el proceso de los primeros interrogatorios es frío, lento, repetitivo, inhumano. Desde la primera declaración uno tiene mucho en contra.

A cuatro de los agresores los detuvieron el 22 de junio de 2004. Un mes después ya había una orden de captura y una medida privativa de libertad contra Iván Sosa, firmada por la jueza Maiman Josefina Gómez.

El 14 de junio de 2005, una sala de apelaciones ratificó la medida privativa de libertad. Pero no fue hasta el 31 de mayo de 2011 que la Dirección de Inteligencia Militar, hoy Dgcim, capturó a Sosa después de ocho años de fuga, en un centro comercial en Margarita.

Lo trasladaron a Caracas para su presentación ante un tribunal militar, a pesar de que Sosa había sido dado de baja de la Guardia Nacional en 2008 por deserción.

Diez años después, todavía no se ha dictado una sentencia en su caso. Actualmente, Sosa se encuentra privado de libertad en la policía militar de Fuerte Tiuna y no en un penal, como lo dictamina la ley. Es uno de los miles de detenidos que pasan años en la cárcel antes de que el sistema de justicia dictamine la condena por privación ilegítima de libertad y violación. Pero en su caso hay un agravante: durante sus diez años de detención ha seguido amenazando de muerte a Alexandra, a sus hijos, a sus abogados, y a los familiares y amigos que han intentado ayudarla en el proceso.  

“Ella me destruyó la vida”

El día que Alex, la hija mayor de Alexandra, supo la fecha de su operación de la columna, tuvo que sentarse mientras el doctor le explicaba los próximos pasos a seguir. “Es una operación muy peligrosa, y es posible que no salgas de ella. Tienes que dejar tus cosas en orden”. Alex no dudó: quería visitar a su padre en la cárcel militar de Ramo Verde. Era 2012, y Sosa llevaba ya un año preso. 

Alex llevaba ocho años sin ver a su papá. Él la recibió, pero solo para decirle que se iba a vengar de su mamá, porque “le destruyó la vida”.

—Desde que entré me vio con odio, con coraje —cuenta Alex—. Fue muy fuerte y doloroso. Tú crees que hay cosas que uno logra superar. Después te das cuenta que no es así. Me dijo que mi título de TSU no era nada, que yo no era nadie. Me puso por el piso. Cuesta recordar esas palabras. 

Después de esa conversación, como parte del segundo juicio contra Sosa, Alex debía hacer una declaración expresa frente a un tribunal en pleno. 

—Fue otro golpe. Tuve que declarar las amenazas que hizo ahí, con mi papá enfrente, que me miró con odio durante todo mi testimonio. La fiscal y la abogada me hicieron la misma pregunta una y otra vez, por qué había ido a visitarlo si nosotros alegamos que él es una persona violenta, como si visitar a mi padre no fuera un derecho mío.  

Alex declaró esto al final del segundo juicio. Ese testimonio de Alex, además, se desvaneció: el juicio no prosperó porque la jueza se inhibió casi al final. Dos juicios más se han abierto desde entonces. Cada uno se ha alargado hasta que el juez lo abandona o es despojado del caso. Van dieciocho audiencias, diferidas por distintas razones: falta de traslado, incomparecencia del imputado, falta de electricidad, medidas sanitarias de la pandemia, cambios de jueces y abogados… Alexandra Hidalgo todavía asiste a cada una de las solicitudes del tribunal y sigue centrada en obtener la condena. La defensa de Sosa ha logrado retardar el proceso solicitando una y otra vez la revisión de medidas y elevando la causa a amparos constitucionales y al TSJ. 

—Yo me tengo que mantener presente en los tribunales —dice Hidalgo— porque si mi caso se olvida, es probable que lo liberen. Han pasado diecisiete años, y mi vida y la de mi familia siguen en riesgo. No solo es lo deshumanizado que está el proceso legal en Venezuela, es la presión general de toda la situación. 

Las amenazas de muerte de parte de Sosa han sido múltiples.

Una vez en el mismo pasillo del tribunal, mirándola, se pasó el dedo por el cuello: el gesto universal de la amenaza de muerte.

Por varios meses Hidalgo contó con una medida de protección, que en parte implica tener agentes de policía custodiando su hogar: 

—Pero eso tampoco es tan fácil como uno cree. A esos policías hay que pagarles su día de trabajo para que estén ahí. Tampoco es agradable tener a unos hombres desconocidos armados en la casa de uno después de haber sido agredida por cinco individuos. 

Ni siquiera hoy, pese a sus esfuerzos, Alexandra Hidalgo siente que ha logrado la estabilidad laboral que imaginó tener cuando terminó sus estudios en 2004, poco después de haber sobrevivido a una violación grupal. La lucha con lo que Venezuela tiene por administración de justicia, más la vida cotidiana en el país, le dejan poco tiempo y energía. Entre tantas cosas, Alexandra ni siquiera pudo asistir a su acto de graduación, porque coincidía con una de las audiencias pautadas durante el primer juicio que se hizo sobre su caso. 

—Las dificultades a las que se enfrenta una víctima de violencia son múltiples: el sistema no está hecho para nosotras —dice—. Si queremos justicia debemos invertir muchísimo tiempo. Tiempo que bien podríamos usar trabajando o educándonos.

Doble victimización

Magaly Vásquez, abogada experta en derechos de la mujer que ayudó a redactar Ley sobre la Violencia contra la Mujer y la Familia, habla de los procesos y tiempos de espera requeridos por ley en casos de violación y violencia de género: “No hay ninguna razón legal para que el caso de Alexandra haya durado lo que ha durado”. Vásquez también resalta que no hay data oficial sobre cuántas denuncias de violencia de género y abuso sexual se hacen en el país, cuántas logran una condena efectiva y cuántas no. Esto es una de las muchas fallas fundamentales a la hora de crear políticas públicas pertinentes: 

—Hay poca información y muchas debilidades con el proceso de recepción de denuncia —explica Vásquez—, especialmente a nivel policial, donde encontramos resistencia de los funcionarios a recibir denuncias. No se supera el principio de que esos eventos son problemas de marido y mujer, o que como no hay sangre visible, no se justifica que se procese la denuncia. Muchas mujeres no tienen el apoyo de las instituciones del estado a la hora de denunciar, y esto se debe a un problema fundamentalmente social. Lastimosamente, la mayoría de las mujeres sufren un proceso de doble victimización: son víctimas del delito y víctimas del sistema. 

«Si yo hubiera denunciado antes hubiera sido beneficioso para mi caso», piensa hoy Alexandra Hidalgo

Es lo que siente Alexandra Hidalgo. También, que ha sido víctima de acoso judicial por parte de la defensa de su exesposo. Aunque están archivados los cuatro procesos penales que la defensa de Sosa inició contra ella, en distintas instancias (Lopna, Asamblea Nacional, Ministerio de Relaciones Exteriores y en un Tribunal de ejecución para sacarla de la vivienda de guarnición luego de los hechos), recuerda cada citación con una profunda preocupación:

A todos esos lugares tuve que ir citada para responder las preguntas que ellos me querían hacer. He tenido que defenderme, y hasta denunciar en la División Ejecutiva de la Magistratura, a personas que me han querido hacer daño, impulsadas por la abogada de mi exesposo. 

Hidalgo debe enfrentarse constantemente con autoridades no capacitadas para tratar el tema del género. Magaly Vásquez apunta que los estereotipos arraigados en la cultura venezolana “hacen que la culpa se traslade a la mujer; ella termina siendo la persona responsable de provocar la situación. Aunque se han hecho esfuerzos dentro del plano legal, en tanto no haya un cambio operativo social no vamos a ningún sitio”.

Sin embargo, Alexandra Hidalgo jamás ha lamentado hacerle frente al proceso legal de los últimos diecisiete años, pese a las amenazas, a la humillación. 

Si yo me paro a decir a otras mujeres que denuncien el maltrato, fácilmente me pueden contestar que eso no funciona, que yo no he logrado nada. Pero por lo menos sé que ese hombre está preso. Y también sé que mi caso va a cerrar, que mis heridas van a sanar. También tengo la certeza de que mi caso va a ayudar a que esto no vuelva a ocurrir. Tenemos que sentar precedentes, cerrar nuestros casos. Hacernos escuchar.