La peste, semana 7

Estamos unidos por el hartazgo de la cuarentena y por la misma dependencia de las nuevas preguntas universales: cuán cerca o lejos estamos, cuán cerca o lejos debemos y podemos estar

Verónica Alvarado, de la serie Píxels

Sigue ahí esa sensación de agobiante irrealidad que provocan los parecidos de nuestras actuales circunstancias con las ficciones, y el arribo incesante de nuevos sobresaltos. Rumores de golpe en Brasil; rumores de muerte del dictador norcoreano; en Venezuela hablan de aviones en la noche, de animales del zoológico de Caricuao llorando de hambre. El temor a más controles económicos lleva a los venezolanos a hacer compras nerviosas desafiando la cuarentena; en muchos lugares del país ha habido protestas, en algunos de ellos, saqueos. Trump se preguntaba al aire si la luz ultravioleta o las inyecciones de desinfectante no ayudarían a matar al coronavirus; en las horas siguientes, los servicios de emergencia recibieron varias llamadas de gente que había ingerido cloro o desinfectante. 

Tiempos delirantes: todo se transforma a tal velocidad que no sabemos qué se está transformando en verdad o hasta qué punto. Y el cambio tiene muchas caras. En Estados Unidos y en Canadá, las destilerías y fábricas de cerveza se dedican a producir alcohol en gel para los equipos sanitarios; las librerías buscan cómo hacer entregas en bicicleta; las bibliotecas ofrecen sus colecciones digitales; los teatros suben a escenarios en auditorios vacíos y piden a sus públicos que se conecten por Internet. 

Un autocine en Pennsylvania se convirtió en iglesia al aire libre: la gente va en sus camionetas y oye al pastor. Otro restaurantes en Estados Unidos transformaron provisionalmente sus estacionamientos en autocines: ahora los clientes comen dentro de sus carros mientras ven una película. 

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En Venezuela, el régimen acepta algunos nuevos casos, siempre para culpar a alguien más, a Colombia, a Estados Unidos, a la gente común, a sus competidores políticos como el gobernador de Nueva Esparta. Aprovecha para intensificar su control porque la ocasión es perfecta para eso: por eso Xi Jinping está aprovechando para robarle autonomía a Hong Kong, Viktor Orban se hizo con poderes para gobernar Hungría por decreto como también lo hicieron los mandones de Togo y Serbia, Donald Trump suspendió la emisión de tarjetas de residencia, los nacionalistas indios culpan a los musulmanes de haber esparcido el virus, el gobierno transitorio en Bolivia pospuso las elecciones, y en Rusia y China avanzan en el control de la población mediante la cibervigilancia. 

En nuestro país devastado, más que la enfermedad lo que se ve son los efectos del confinamiento, que son terribles. Esta semana empezaron los saqueos. La gasolina sigue sin llegar. 

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Aquí en Montreal, que tiene más muertos que Austria o Indonesia, el COVID-19 está arrasando en las residencias de ancianos: allí han fallecido 1.186 de las 1.515 víctimas en la provincia de Quebec. Esto está produciendo una triste discusión sobre cuánto se está ocupando esta sociedad de los mayores, sobre si ha abandonado a sus ancianos o no, sobre si debe acercarse más a ellos. 

Uno puede esperar que esa discusión no resolverá del todo la vulnerabilidad que permitió esas muertes, pero también que algunos tendrán que responder ante la justicia y que se aplicarán nuevas medidas de aquí en adelante. Eso es lo que distingue a un país como éste de un país como Venezuela: aquí hay un gobierno que intenta mejorar las cosas; allá no hay gobierno y ninguna desgracia produce ninguna consecuencia como no sea otra desgracia peor. 

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Es como el título de aquella película de Wim Wenders, Faraway, so close!, pero al revés: tan cerca pero tan lejos. 

¿Cuánto nos podemos acercar a los demás de aquí en adelante? Parece que esa será la pregunta que más nos haremos en los meses siguientes. La pandemia ha creado un malestar sobre la idea misma de la aglomeración humana; los más paranoicos estarán pensando seriamente en alejarse para siempre del resto de la civilización.

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En el resto de Quebec se van reiniciar la economía y las clases, pero no aquí en Montreal. Y el gobierno provincial está hablando de regreso “voluntario” a clases: las escuelas estarán abiertas pero cada familia decidirá si mandar a sus chamos o no. A medida que la primavera avanza y la presión tanto económica como psicológica para volver a la calle crece entre nosotros, la ciudad decidió ampliar el ancho de las aceras robándole espacio a la calle: con conos naranja o rejas portátiles sobre el asfalto, han creado “pasillos sanitarios” para que podamos caminar por ellas sin acercarnos demasiado. Esto funcionará mientras los comercios sigan cerrados y el tráfico sea tan bajo como es ahora. Ya veremos qué pasará después. Pero han bajado las colas en los supermercados porque ha descendido la ansiedad por aprovisionarse de más. Nos estamos acostumbrando a la nueva normalidad de la distancia social. En el país se discute sobre el concepto de inmunidad de rebaño, se presiona más al gobierno federal para que libere las restricciones, y éste responde con más precaución y más programas de ayuda económica. Lo que sea por salir, por vivir. El regreso a la normalidad será un largo conflicto, pero estamos hartos.

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Denys Arcand, el director de Jesús de Montreal y Las invasiones bárbaras, es entrevistado por Chantal Guy en La Presse: “¿Piensa que una crisis como esta va a cambiar la sociedad?”. “No, en absoluto”, responde el cineasta de 78 años desde su apartamento en Montreal. “La sociedad nunca cambia. Desde que el mundo es mundo, las características fundamentales del género humano nunca han cambiado. De hecho, han sido la ciencia y la técnica lo que han cambiado los hábitos de vida. Cuando veo por todas partes a esa gente que dice que después de esto no seremos nunca los mismos, pienso que son gente que no conoce para nada la Historia”.  

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Esta semana empecé a notar un sentimiento nuevo, en las pocas veces en que salgo, que no sé cómo leer. Me preocupa no poder interpretar mis propias emociones. 

En estas circunstancias, mi habitual desacomodo interno por estar aquí y no en Venezuela se hace más intenso y más confuso. Ya no sé qué extraño más, si Caracas o Valencia o cualquier otro lugar donde hay más gente querida, como Miami, Madrid, Barcelona o la isla de Margarita. Esa voz dentro de mí que me dice que no quiero estar aquí se está haciendo más dolorosa que molesta. 

Leo en un cuento de Tabucchi una frase de un personaje sobre el África colonial portuguesa, que me hizo pensar en mi complicada relación con la amable Montreal: “Allá nos sentíamos lejos de todo, incluso de nosotros mismos”.

No sé si Zoom me hace sentirme más cerca de los míos, o al revés. Luego de cada videollamada colectiva me quedo con sentimientos encontrados que chocan entre sí como olas en un oscuro mar revuelto. 

A todos nos pega esta incertidumbre por donde más nos duele: a mí, en la marca psíquica de las separaciones.