La peste, semana 5

Cuando empiezas a leer y a ver cine sobre lo que pasó, y atas cabos sobre lo que puede pasar, te das cuenta de que una nueva sensación de vulnerabilidad universal se quedará con nosotros de ahora en adelante

Emilio Narciso, sin título, de la serie Píxeles

Foto: Daniel Benaim, GBG ARTS

De nuevo, ¿sabíamos que esto iba a pasar? Es una pregunta que se le hace a los responsables de manejar la crisis: políticos, epidemiólogos, jefes de organismos internacionales como la OMS.

Pero también nos la hacemos los ciudadanos, pensando más en la ficción que en la experiencia, más en la cultura de masas que en la historia.

Basta ver Contagion, la película que hizo Steven Soderbergh hace menos de 10 años, para darse cuenta de lo fácil que es confundir historia con profecía. De lo continua que puede ser la línea entre el pasado y el presente. Y por supuesto, de lo porosa que es la frontera entre la ficción y la realidad.

∴ ∴ ∴

Por ejemplo, ¿íbamos a pensar que el siglo XXI tendría tantas semejanzas con el pasado remoto? No era lo que yo esperaba cuando era chamo, por ejemplo. 

 

∴ ∴ ∴

Hablo (bueno, chateo) con mi amigo Adalber. Me cuenta que está cumpliendo un mes sin salir del edificio donde vive en Nueva York. “Chamo, las vainas que nos ha tocado vivir”, le digo. “Sí”, responde, “y para haberle prestado tanta atención a los desastres, no me esperaba en modo alguno éste”.

Y  tiene razón. No sé cuántos libros he leído sobre dictaduras y guerras civiles, no sé cuántas horas me imaginé defendiendo a mi familia de una turba. Me tocó atravesar la Baralt en medio del plomo en 2002, un 11 de abril como hoy, y evaluar una redacción ante un ataque chavista, e improvisar una suerte de panic room para mi bebé y mi mujer durante las protestas de 2014. He estudiado, como Adalber, muchos tipos de desastres, y he intentado anticiparme a ellos. La necesidad de protegernos de esos peligros, el hartazgo de escuchar tantos tiros rebotando entre los edificios y de ver tantos cadáveres en las calles fue parte importante de la decisión de emigrar a Canadá. Y esta contingencia me tomó a mí también por sorpresa. Ni siquiera mi interés de años por el tema de las epidemias, que me ha hecho leer unas cuantas cosas y no pelarme las buenas películas sobre el asunto, me llevó a imaginar en serio que esto nos podía pasar. Que podíamos estar todos atrapados por el miedo en todas partes y al mismo tiempo. 

La dirección del miedo, el lugar en el que arrojas tus temores, debe ser distinto según la perspectiva: estamos en el epicentro de la pandemia en Canadá, pero aún así aquí esto parece lo suficientemente controlado para que nuestra angustia se concentre en Venezuela. Me pregunto qué sentiríamos si estuviéramos en Madrid o en Guayaquil.

 

∴ ∴ ∴

Si esto nos hubiera pasado diez años atrás, nos hubiera agarrado a casi todos en Venezuela; ahora, al menos el diez por ciento de nosotros está desperdigado en distintas costas de este maremoto que es la pandemia. 

Hemos tenido que empezar a pasar revista, a seguir las rutas de la pandemia para recordar a quién conocemos en cada sitio y preguntarles por las redes sociales cómo están. Como hizo el terrorismo, la pandemia está dejando marcas en nuestros mapamundis mentales. Tal como uno subrayaba con líneas rojas los nombres de ciudades marcadas por ataques terroristas ahora lo hace con las golpeadas por el Covid-19. Nueva York, donde todos tenemos afectos, forma parte de ambos mapas del miedo: igual que como decíamos luego del 11 de septiembre de 2001, tantas películas catastróficas protagonizadas por la metrópoli se han ido haciendo realidad. A partir de ahora, la peste nos hará pensar distinto en esas ciudades bulliciosas, placenteras, suntuosas que son Milano o Madrid, nos hará sentir que pisamos una baldosa floja cuando pensemos en viajar o emigrar a Guayaquil o Santiago de Chile. 

Y esas marcas en el mapa puede que sean indelebles. 

 

∴ ∴ ∴

El terrorismo es una violencia que los venezolanos, tan acostumbrados a la sangre, no entendemos y no sabemos prever; y también es un fogonazo, un momento súbito donde la muerte entra y sale como un martín pescador en un caño. La peste, en cambio, es una ocupación, un estado de sitio. 

El terrorismo te dice que desconfíes de ciertos individuos, yihadistas, comunistas o neonazis; la peste te hace desconfiar de todos, porque hasta tus seres queridos pueden transmitírtela. 

El terrorismo te infunde el miedo de caminar por la calle, de usar aviones o trenes; la peste te infunde el miedo de abrir la ventana, de darle la mano a alguien, de besar.

El terrorismo pasa en otros sitios. Para los venezolanos, es algo que a lo que nos exponermos cuando estamos en otros países. La pandemia amenaza a los países con terrorismo, y a los países sin él.

A lo largo de mi vida, vi cómo la amenaza nuclear de la Guerra Fría fue reemplazada por la amenaza ambiental, y cómo se le sumó luego el terrorismo. Las epidemias siempre estuvieron en la lista, pero del mismo modo en que el poder del terrorismo no se había manifestado de modo tan patente para todos como lo hizo el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, las epidemias no se habían revelado como una realidad global, que nos toca a todos, hasta ahora. 

Es una nueva capa de conciencia de nuestra vulnerabilidad, que se suma a las que ya teníamos, y que aunque no es nueva —de hecho es mucho más antigua que el terrorismo y que el cambio climático de origen humano— se las ha arreglado para hacer más agobiante, unánime y perentoria que cualquier otra, a menos para quienes tienen peligros aún más evidentes e inmediatos: los que están atrapados por la guerra en Siria o en Yemen, los que están perseguidos por el hambre y la ausencia de institucionalidad que lo proteja en lugares como Venezuela.

 

∴ ∴ ∴

Pero si el terrorismo no nos hizo dejar de vivir, no nos sacó de las aceras ni de las estaciones ni de los aeropuertos, ¿lo hará la peste?

Muchas pandemias ha habido en el mundo. Muchas siguen activas, como el sida. ¿Cuánto miedo nos dejaron? Aparte del conocimiento que produjeron, ¿cómo cambiaron nuestra manera de vivir? 

Hemos estado hablando mucho de cómo será el mundo después de la pandemia. Pero ¿hasta qué punto realmente modificaremos hábitos, rituales, comportamientos, luego del coronavirus?

 

∴ ∴ ∴

Si esto nos hubiera pasado diez años atrás, tal vez hubiéramos visto menos resistencia a los esfuerzos de los especialistas por parte de los ejércitos de la ignorancia militante, de la superchería, de la pseudociencia y las fake news. Diez años atrás, no había tanta gente propagando en las redes que las vacunas causan autismo, ni había movimientos tan organizados de téoricos de la conspiración; enemigos de las mujeres; negacionistas del cambio climático, la Shoah o los desastres del comunismo; ni estaban en el poder líderes tan hostiles al conocimiento y tan propensos a difundir mentiras y charlatanerías como Jair Bolsonaro, Rodrigo Duterte, Donald Trump o Nicolás Maduro (diez años atrás nosotros teníamos a Chávez, que hubiera manejado la crisis igual de mal que Maduro, pero en una Venezuela menos devastada). 

Diez años atrás el mundo era menos irracional. O al menos la sinrazón estaba menos organizada, era menos poderosa que lo que es ahora. Y todos los argumentos detrás de las medidas para intentar bajar las curvas de contagio son de índole científica, justamente la clase de ideas basadas en evidencia que tanta gente insiste en rebatir o en ignorar. 

Las pestes siempre son un campo de batalla entre las minorías razonables y las mayorías que siempre prefieren la mentira que los exculpe, el mito que reemplace a la verdad científica (cuando la tenemos a mano, claro) y la quema de chivos expiatorios. 

 

∴ ∴ ∴

Toda esa terminología científica, cauta y modesta, cae sobre nosotros como un palo de agua. Todas esas nuevas normas se nos repiten a diario por varios canales, y tienen que competir con todo el resto del ruido hecho de miedo, de ira y de esperanza. Es comprensible que muchos simplemente cierren la puerta, suelten el teléfono, apaguen el televisor y se tapen los oídos. Es demasiado. 

Pero en este caso, aferrarse al recurso de no ver las noticias para no angustiarse —que tanta gente usa respecto a Venezuela, harta de más de veinte años de desgracias— es un peligro para uno y para los demás.

Esta pandemia nos obliga a hacer algo que ninguno de nosotros en realidad quiere hacer: contemplar una realidad exasperante. Esta pandemia nos obliga a renunciar a placeres, a fuentes de ingreso, a recompensas, a muchas de las cosas que nos permiten vivir, y además nos exige escuchar lo que no queremos escuchar. 

Y no sabemos por cuánto tiempo.

Es una situación insostenible. Los artífices del confinamiento lo saben, y manejarán el dilema terrible sobre si dejarnos salir o no, o la pregunta tenebrosa de cuándo dejarnos salir, con los recursos institucionales, económicos y políticos que tengan. Es una prueba para cualquier dictadura y para cualquier democracia. Es una prueba para cualquier sociedad.