El absorbente oficio de vivir sin agua

Buena parte de la energía de la clase media de Caracas se va en decidir continuamente si bañarse, cocinar o bajar una poceta

La vista de los camiones cisterna se ha hecho más reconfortante que la de las guacamayas

Usar el baño se ha vuelto un ejercicio de atención para mí. Incluso cuando llega agua de la calle, a veces se me olvida bajar la poceta. Ya se me ha vuelto una costumbre. Otras veces me pasa lo contrario: bajo la poceta cuando no hay agua. Ahí me regaña el sonido estruendoso del tanque del apartamento como cuando pierdes en los videojuegos. Siempre es una suerte. 

El otro día perdí. 

—¿Por qué suena el tanque? —me preguntó mi mamá con su tono inquisitivo mientras miraba por la ventana de la cocina. 

Manzanares es un paraíso para las señoras chismosas y los amantes de la tranquilidad. Situada en las afueras de Caracas, esta colina suele ser muy callada, pero hay mucho eco; por eso todo lo que pasa se escucha. Mi mamá caza los camiones de agua, o como le decimos ahora, “las cisternas”. Cada vez que oye una va a la cocina para asomarse desde ahí a la calle y ver de qué tamaño es y a qué edificio sube. Ella sabe diferenciar el sonido entre una cisterna y un autobús o el camión del aseo. 

Yo salía de casa. Tenía que recoger una camisa que había encargado en Bello Monte, otra urbanización de la ciudad en el mismo municipio. En los catorce kilómetros que conduje hacia mi destino vi al menos siete cisternas. 

Cuando las pasaba, automáticamente bebía agua de la botella que llevaba conmigo, una recomendación reciente de mi médico. Fue la peor ocurrencia. Cuando llegué a la calle Miguel Ángel, donde vive la persona que iba a entregarme mi camisa, pasé por dos panaderías y una farmacia en busca de un baño. 

La respuesta no era sorprendente, pero de todas formas me abrumaba:

—-Disculpa, chica, no ha llegado agua esta semana.

Como estaba nerviosa, cuando la muchacha bajó con mi pedido a la entrada de su edificio, apelé a la sororidad. Mientras subía a su apartamento me disculpé unas tres veces, y antes de salir del baño le pregunté, para estar segura:

—¿Puedo bajar la bomba?

Siempre hay que decidir

Aunque mi despertador está programado para las 6:50 de la mañana, últimamente acostumbro a despertarme a las 6:45. Bueno, no me despierto yo, sino el teléfono de la casa. Más precisamente, me despierta el vigilante del edificio. 

—Amauris, dame buenas noticias —le suele contestar mi mamá.  

Desde que comenzó la cuarentena, mamá asumió el cargo de presidenta de la junta de condominio y una de sus principales funciones ha sido gestionar el racionamiento del agua. 

A partir de los apagones nacionales en marzo y abril del 2019, Hidrocapital anunció un esquema según el cual ciertos sectores reciben agua durante 92 horas seguidas una vez a la semana, lo suficiente para llenar el tanque de muchas residencias hasta que se vuelva a bombear la semana siguiente. Pero el esquema no se cumple con regularidad. 

De mi mamá he aprendido que desde el comienzo de la cuarentena alternan el servicio de agua que llega a nuestro sector en las dos urbanizaciones aledañas: Manzanares y Lomas de Alto Prado. Son 24 horas para cada una, a veces tres veces a la semana. También hay semanas secas. 

Cuando no llega el agua de la calle el día esperado, los condominios tienen que aplicar un horario de administración que normalmente se decide en una asamblea, pero que tampoco es del todo fijo. La cantidad de tiempo en el cual el agua “se deja” depende de la velocidad con la que bajan los niveles del tanque que, en el caso de mi residencia, tiene una capacidad total de doscientos mil litros. 

En condiciones normales una familia consume mil litros de agua a diario, según el ingeniero José María de Viana, expresidente de Hidrocapital.

Nuestro tanque alcanzaría para surtir de agua máximo cinco días a los cuarenta apartamentos del edificio, pero al distribuirlo entre las treinta familias vecinas que no se han ido del país, alcanza para seis días.  

Las decisiones se deben tomar constantemente y a tiempo. La junta de condominio tiene que decidir tres veces al día si se va a poner o no el agua, y si será por diez, quince o treinta minutos, y los vecinos deciden en sus familias qué miembro se baña, mientras otro friega los platos, y si hay o no tiempo de lavar la ropa. 

¿Por qué el servicio es tan irregular?

Se lo pregunté a Fernando Morales, profesor de la Universidad Simón Bolívar y experto en saneamiento. 

Toda el agua que surte a Caracas se recoge de nueve embalses en otros estados y se distribuye a través de una red de estaciones de bombeo y tuberías que conforman tres sistemas. Tuy I abastece el oeste de la ciudad; Tuy II, el este y Tuy III, tanto al oeste como a una parte de Baruta.

Por ejemplo, el agua que llega a Manzanares es la misma que surte al 70 % de Caracas y viene de Camatagua, estado Aragua, a setenta kilómetros de aquí. Desde Santa Teresa del Tuy la distribuye el sistema Tuy III, que rodea toda la ciudad. El agua debe pasar por la estación primaria antes de llegar a la estación El Clavito, que bombea a la estación Manzanares, que bombea a los tanques Los Morochos y de ahí a los edificios de la urbanización, empezando por los que están más abajo hasta subir al tope de la colina. 

—Como son eventos que ocurren en serie, si cualquiera falla, no va a llegar agua —me explicó el profesor Morales. 

Eso es aquí y en todos lados. Las fallas pueden venir por daños en las bombas o en el sistema de tratamiento potabilizador y, por supuesto, por la falta de electricidad. De hecho, el 30 % de la electricidad que consume Caracas se emplea en el funcionamiento de los sistemas de Hidrocapital. 

—Si no se hace mantenimiento, si no se invierte, si no se tiene personal calificado o los repuestos a la mano, y el capital, el servicio no puede ser bueno.  

Hace veinte años el sistema mandaba a la ciudad veinte mil litros por segundo, pero hoy en día si acaso logra bombear la mitad de esa capacidad para la cual fue diseñado.

Se compra agua, se importan cisternas

Comencé hablando de las cisternas. Aquí ya se veían antes de la pandemia, pero con menos frecuencia. Una cisterna privada de veinte mil litros cuesta unos ciento veinte dólares, que no es mucho si se divide entre treinta apartamentos, pero apenas alcanza para salir de una urgencia un día. Y la verdad es que no todos pueden pagar la cantidad de agua que necesitan. 

Si bien la situación de Manzanares no es la idónea, el director de la Alcaldía de Baruta, Luis Aguilar, me contó que en el municipio los sectores más afectados son los que dependen del sistema Tuy II. 

Junto con Los Samanes y Charallavito, Las Minas de Baruta es una de las comunidades que recibe agua con menos constancia. En ese sector hay zonas muy altas, y la capacidad económica de las familias suele ser inversamente proporcional a la altitud de sus hogares. 

Para una tesis de grado de estudiantes de la Universidad Católica Andrés Bello entregada en agosto de este año, Mirla Pérez, socióloga y miembro del Centro de Investigaciones Populares, afirmó a los tesistas que desde el 2018 comenzó a aparecer en las zonas populares el miedo a morir de sed, específicamente en las partes altas de los barrios.

Desde enero la alcaldía es el nexo entre los vecinos de estos sectores, empresas privadas de cisternas y el llenadero de La Tahona. Pero el 17 de mayo, además, llegaron a Venezuela 252 cisternas como parte de un convenio del gobierno de Nicolás Maduro con China para repartir en 188 municipios. Desde entonces, mis vecinos buscan amigos con amigos en Hidrocapital. 

Sin embargo, esto no es suficiente. En una entrevista con el medio digital Crónica Uno, Jesús Armas, presidente de la ONG Ciudadanía Sin Límites, calculó que para equiparar a la distribución del agua en el área metropolitana se necesitan 86.400 viajes diarios de cisternas de la misma dimensión. 

Los caraqueños ya se han dado cuenta y recientemente han explorado otra solución. 

Se excavan pozos

Una noche me duermo contando cisternas. Al día siguiente me despierta la llamada de las 6:45 de Amauris, el vigilante, pero yo caigo cinco minutos más sin escuchar su conversación con mi madre.  

Para ahorrarme sorpresas con el estruendo del tanque, cuando me levanto voy al cuarto de mi mamá a preguntarle de una vez cómo sería la cosa. “La alcaldesa” —como yo suelo llamarla dada su popularidad— estaba ocupada con el suplicio de una amiga. 

—Hola, Isabel —le decía en la llamada—. Mira, mi mamá está asustada por un problema que tiene en su edificio de Los Palos Grandes. Los vecinos quieren cavar un pozo para extraer agua, y como ella no está de acuerdo con la manera en la que están llevando las cosas, la están amenazando porque no quiere pagar la cuota. Como tú eres abogada…

Sin esperanzas de solucionar el problema, cada vez es más común que en las zonas pudientes del Este los vecinos opten por excavar pozos en sus residencias.

La gracia cuesta aproximadamente dieciocho mil dólares.

Es una salida bien riesgosa, sin un estudio adecuado. Muchos venezolanos saben que en su país hay mucha agua dulce, pero pocos toman en cuenta las advertencias de los expertos. La extracción desenfrenada podría generar hundimientos en los suelos y debilitar las infraestructuras de las edificaciones en un país sísmico. Ni hablar de que no hay estudios sobre cuán apta para el consumo sea el agua que se extraiga del subsuelo de la capital, aunque nadie vaya a beberla.   

El temor de quedarse sin agua se ha expandido también en la clase media venezolana. Beber, bañarse, cocinar y bajar la poceta son una prioridad que hace olvidar el impacto medioambiental de nuestra necesidad de consumo. Nuestra cotidianidad sucede en modo de supervivencia.